Por Carol Milkewitz ///
Diciembre es la época de las reflexiones, los balances y los cambios por excelencia. En el calzado, cambiamos las botas por las chancletas; en las noticias, las inundaciones por incendios; y en la tele, las publicidades de sopas y antigripales por las de helados y repelentes.
Diciembre es también una época del año en la que te invaden los miedos: a probarte el traje de baño del año pasado, a los precios de los nuevos, a que la vendedora te abra el probador, a broncearte con los lentes y que te queden marcados, a pedirte la licencia justo la semana que va a llover, a tener cuatro despedidas del año el mismo día, a perderte el bondi, a no perderte el bondi.
Tomarte un ómnibus en verano es mucho peor que tomártelo en invierno. En la parada están todos aglomerados bajo la sombra del techito. Cuando por fin llega el tuyo, dudás si vale la pena cambiar tu lugarcito en la sombra por un asiento en ese sauna móvil. Juntás del bolsillo algunas monedas calientes, esquivás algunas pieles pegajosas y esperás a que el chofer, hoy sí, apure ese motor.
Llegás a tu casa arrastrándote y lo único que querés es tomar algo bien frío. Cruzás la puerta, te descalzás, descolgás todo lo que traés puesto. Elegís el vaso más grande, abrís el freezer y agarrás la cubetera de hielo, que está vacía. Te arreglás con un mate.
Diciembre es un mes solo para los valientes. Por eso, San Valentín debería ser en diciembre y Navidad debería ser en febrero. Cupido está mucho más preparado para afrontar este mes que Papá Noel. Cupido es más joven, no pasa calor porque está en pañales y lleva los regalos más rápido porque usa alas. Y, lo que no es menor, tiene una flecha con la que dispararle a todos esos que dicen: “¿Y si hacemos una juntadita de fin de año?”.
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¿Por qué a mí? es el blog de humor de Carol Milkewitz. Actualiza los viernes.