Por Carol Milkewitz ///
Con unas compañeras de facultad ideamos un plan perfecto: hartas de salir de facultad a las 11 de la noche y tomarnos el ómnibus, decidimos que siempre nos íbamos a volver juntas en Uber. Cada una llamaría el día que le correspondiera y nos iríamos turnando semana a semana. Bueno, esto último no es tan así porque una tiene un celular viejo. Entonces llama al novio, le avisa que salimos de clase, el novio pide el Uber y nosotras esperamos. Un rápido proceso que lleva lo mismo que volvernos en bondi (y nos sale casi lo mismo que tomar un taxi).
Cinco minutos antes de que termine la clase veo a mis compañeras moviendo las manos como si estuvieran bailando YMCA, lo que en nuestro código significa "llamá al Uber ya, que no veo la hora de estar en mi casa durmiendo" (que en realidad es lo mismo que acabo de hacer en la clase, pero en mi cama).
Cuestión que les aviso que en tres minutos viene Richard a buscarnos. Lo lindo de Uber es que te avisa el nombre del conductor, la cara, la matrícula del auto. Y te encariñás.
—Carol, ya vino.
—No, no. Acá dice que está por llegar.
—¿Pero qué auto tiene?
—Un Chevrolet.
—Ahí está, en la esquina.
Entramos y el auto estaba prolijo. Es la comodidad de ir en Uber.
—¿Richard?
—Yo no soy Richard.
—¿Pero sos Uber?
—No.
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah! ¡Aaaaaaah! ¡Aaaaaaaaaaaah! —gritamos como si nos hubiera dicho que es un asesino serial. Nunca pensé que saber que alguien no conduce un Uber me iba a generar tanto miedo.
Nos bajamos al segundo, horrorizadas por habernos subido al auto de un desconocido, que quién sabe qué nos puede pasar. Nos dimos media vuelta y subimos, ahora sí, al Uber de Richard, a quien jamás habíamos visto.
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¿Por qué a mí? es el blog de humor de Carol Milkewitz. Actualiza los viernes.