Por Carol Milkewitz ///
Saber que es día de gimnasia me pone mal. Si es de mañana, lo más difícil es levantarme de la cama para ir. Si es de tarde, lo más complicado es levantarme de la cama para ir.
El lunes falto porque recién arranca la semana. El martes también, anunciaron lluvia. El miércoles, difícil que vaya porque no llueve. Jueves y viernes no voy porque no dan las clases que me gustan. Aunque lunes, martes y miércoles, tampoco.
Cuando entro, no puedo parar de sorprenderme de lo moderno que es el gimnasio, súper renovado. Siempre hay una reforma. Cambian de color las paredes, el espejo de lugar, hasta cambian la gente. Es lo que tiene ir cada cinco años.
El profe todo el tiempo grita “vaaamos” (¿A dónde? Si es a una pizzería, con gusto). Los ejercicios son simples cuando los hace él, no cuando los hago yo… encima ponen esos espejos gigantes para duplicar la humillación. Mientras muero, por orgullo, pongo cara de que estoy regia.
Me olvidé de la toalla para secarme la cara transpirada. A diferencia de otros, que llegan al gimnasio equipados como mochileros, voy solo con lo imprescindible: agua, rivotril, plata para los bizcochos de la vuelta.
Una clase de gimnasia no es como una de la facultad. Cuando hacés una carrera universitaria, a los 4,6 años terminaste, pero al gimnasio tenés que ir toda la vida. Nunca te recibís. Ni un maldito diploma. Pido aunque sea una constancia, y ellos me piden lo mismo. Vos en facultad si querés te levantás y te vas. De gimnasia nunca te vas porque no te podés levantar.
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¿Por qué a mí? es el blog de Carol Milkewitz, una veinteañera en la eterna búsqueda del equilibrio entre el estudio, el trabajo y la vida social. Por el momento, sale más bien poco. El último lugar al que fue con música, comida y alcohol: el supermercado. Actualiza los viernes.