Mirando en perspectiva la cuestión institucional de nuestro país, vemos que cada tanto se agita la idea de reformar la constitución.
Naturalmente esto es fundamental, y al Uruguay le vendría bien el planteamiento serio, sereno y sincero de una reforma. Pero ¿reforma de qué?
Porque nuestra tradición al respecto no es muy alentadora, pues los impulsos reformistas han tenido casi siempre motivaciones coyunturales: bloquear o favorecer a un candidato o partido, o alcanzar un resultado que no se logró en la vía parlamentaria.
Además, se eligen los procedimientos más inconvenientes: se plebiscitan varios proyectos al mismo tiempo, preparados entre cuatro paredes. Así, en lugar de una constitución acordada por todos y para todos -como debería ser- salen constituciones que dejan perdedores, a veces muy relevantes.
Estos vicios -que alguna vez tildé de "tara nacional", porque caemos una y otra vez en ellos – proceden, a mi juicio, de una deficitaria cultura institucional. Creemos -o nos comportamos como si creyésemos- que la instancia constituyente se decide como cualquier cuestión política, y que aprobando un texto -a como de lugar, aunque sea por mínimo margen- se operarán mágicamente cambios en la realidad.
De esa manera se pierde de vista que lo constitucional no radica en un texto sino en un compromiso firme y duradero de respetar las reglas de convivencia política.
De ahí que una ciudadanía reflexiva, debería estar en condiciones de discernir si la discusión es sobre la constitución, sobre la constitucionalidad o sobre el constitucionalismo, porque son cuestiones diferentes. Veamos.
La constitución es -efectivamente- un texto dotado de autoridad por haber sido sancionado legítimamente. En él deberían consignarse las reglas del juego democrático, los derechos fundamentales, y los criterios para resolver las instancias de cambio y adecuación histórica del pacto constitucional. Si lo que se busca es sólo retocar el texto constitucional, entonces puede seguirse el método tradicional: se negocia un texto, se consiguen los votos, y todo seguirá más o menos igual.
La constitucionalidad -en cambio- atañe a la calidad sustantiva -no formal- de lo constitucional. Tiene que ver con la cultura, esto es: las creencias, prácticas e interpretaciones en torno al texto constitucional: refiere a cómo vivimos lo constitucional. Cuando esas creencias, prácticas e interpretaciones van por un lado y el texto por otro, entonces tenemos una mala constitucionalidad. Si lo que se quisiera es mejorarla -lo cual sería muy bueno para acercar la constitución a la práctica institucional- entonces deberíamos empezar por promover -como se hace en los países con buena cultura política- una Asamblea Nacional Constituyente, que debata públicamente un único proyecto, cuya aprobación plebiscitaria simbolice el compromiso histórico de vivirlo efectivamente.
Por último, está de moda hablar de distintos constitucionalismos: esto refiere a las distintas maneras de concebir la función política de las constituciones; si la cuestión fuera esta, se deberían discutir claramente los objetivos a la luz de las experiencias conocidas. No puedo ahora explayarme en este punto; en su lugar me da gusto decirles que mañana viernes llegará a nuestro País el Profesor italiano Luiggi Ferrajoli, una eminencia mundial en materia de constitucionalismo, para brindar tres conferencias: la primera en la Universidad de la República, a las 12 hs.; la segunda en la Biblioteca del Palacio Legislativo a las 18:30 y la tercera el sábado a las 11 hs. en la Univ. del CLAEH en Punta del Este. Será una excelente oportunidad para recibir de él ciencia y experiencia en esta materia.