Por Eduardo Rivero ///
Sucedió hace muchos, muchos años.
Mis viejos y yo amábamos la voz de Mercedes Sosa. Teníamos algunos de sus discos iniciales y decidimos ir a verla al teatro El Galpón, donde se presentaría por primera vez luego de convertirse en un nombre de primera línea en el canto latinoamericano.
En la sala no cabía un alfiler al momento de apagarse las luces y encenderse dos focos cenitales, de una austeridad abrumadora.
Bajo esos dos focos se ubicaron, en medio de una intensa salva de aplausos, el guitarrista Santiago Bértiz, de sobrio traje marrón, y Mercedes, de poncho rojo y negro, sosteniendo en sus manos un bombo legüero.
El guitarrista colocó su instrumento en posición. Mercedes se sentó algo encorvada, mirando hacia abajo, con su largo pelo negrísimo y brillante cayendo como dos cascadas a ambos lados de su cara redonda y de inequívocos rasgos indígenas.
Se hizo un silencio sepulcral. Siguieron unos buenos 40 o 50 segundos en los que Bértiz y Mercedes no emitieron sonido alguno ni realizaron el mínimo movimiento.
Era aquel un silencio de catedral. Un silencio lleno de expectativa y a la vez de emoción.
De pronto, desde debajo de aquel pelo y sin que se le viera el rostro desde el público, surgió como un relámpago una voz increíble, de una pureza irreal, de una absoluta belleza, que comenzó a cantar a capella, sin ningún acompañamiento, los versos iniciales de la zamba La pobrecita del gran Atahualpa Yupanqui.
“Le llaman ‘la pobrecita’
porque esta zamba nació en los ranchos
con una guitarra mal encordada
la cantan siempre los tucumanos…”
Fue una de esas raras ocasiones en las que el mismo escalofrío hace vibrar a cientos de personas a un tiempo.
Recién en la segunda estrofa, el guitarrista inició su acompañamiento y Mercedes agregó a su voz prístina el sonido del bombo, que tocaba con sencillez y firmeza.
Era un pibe, entonces. No tenía ni 25 años. Pero recuerdo haber pensado que así viviera 100 años no volvería a escuchar en vivo algo igual.
Hoy, que he sumado una década tras otra, sigo pensando exactamente lo mismo. Y sigo recordando la piel erizada y el corazón acelerado por aquella interpretación magistral a la que seguirían un par de horas más de interpretaciones igualmente magistrales.
El pública vibraría con Al jardín de la república, un ágil tema de Virgilio Carmona en homenaje al Tucumán natal de la artista, que el público ovacionó de pie.
“Desde el norte traigo en el alma
la alegre zamba que canto aquí,
y que bailan los tucumanos
con entusiasmo propio de allí…”
La emoción campearía en la sala con Los Hermanos y Criollita santiagueña, también nacidas del genio de Yupanqui. La bellísima zamba La Pomeña de Manuel Castilla y el gran Gustavo “Cuchi” Leguizamón sería un momento de infinita belleza.
Lo mismo pasaría con un par de canciones chilenas: Te recuerdo Amanda de Víctor Jara y Volver a los 17 de Violeta Parra. Y un momento muy especial sería –también de Castilla y Leguizamón– Balderrama, que en el comienzo de la segunda parte sorprendería con la afinada voz de Bértiz cantando a dúo con Mercedes.
Aquella era la Mercedes Sosa que aún estaba más cerca de su Tucumán natal que de la figura internacional en que se convertiría hasta el final de su vida. La Mercedes Sosa que prácticamente no se alejaba del canto nativista que le iba como anillo al dedo y del que era –¿qué duda cabe?– la máxima intérprete.
La Mercedes Sosa conmovedora y esencial que luego se alejaría de esa matriz, para seguir cantando como los dioses, como es obvio, pero sin esa autenticidad primera y esas raíces firmemente hundidas en la tierra del pago chico que la vio nacer y cuya voz retrataba como nadie.
Con el tiempo –sobre todo a partir de su regreso a Argentina en 1982, tras su exilio– empezaría a coquetear con el tango, la música brasileña y el rock. Cantaría Maria María del repertorio de Milton Nascimento, tangos como Los Mareados, y temas rockeros como Sólo le pido a Dios de León Gieco, Cuando ya me empiece a quedar solo y De mí de Charly García y Yo vengo a ofrecer mi corazón de Fito Paéz, todas grandísimas canciones, por supuesto, pero lejanas de la Mercedes esencial de sus inicios.
El público, claro, tiene el derecho de elegir a la Mercedes que se le antoje. Yo, sinceramente, me quedo con la que ocupando el escenario con una simple guitarra y un bombo convocaba a la genialidad de Yupanqui, Carmona o “Cuchi “ Leguizamón. No hay en mi cabeza y mi memoria la menor duda.
Haydée Mercedes Sosa nació en Tucuman el 9 de julio de 1935 y murió en Buenos Aires el 4 de octubre de 2009.
Siempre reconoció su origen tucumano, su formación musical en Mendoza y sus inicios como cantante profesional en Montevideo, donde llegó recién divorciada y con un hijo, en una penosa situación económica que la llevó a trabajar haciendo limpiezas hasta asombrar en las emisiones radiales de El Espectador y en diversas vinerías de nuestra capital.
Luego vendría su consagración en el Festival de Cosquín, donde se negaban a dejarla cantar hasta que Jorge Cafrune la invitó a subir al escenario durante su presentación, para que ella interpretara, acompañada únicamente por su bombo legüero, Canción del derrumbe indio, provocando el delirio de la multitud.
Grabó una impresionante cantidad de discos. Caben señalarse apenas algunos como ítems ineludibles: Canciones con fundamento (1965), Con sabor a Mercedes Sosa (1968), el impresionante El grito de la tierra (1970) –posiblemente su mejor disco, donde se incluyen La Pomeña y el mega éxito Canción con todos de Armando Tejada Gómez y César Isella–, los discos conceptuales Mujeres Argentinas (1969) y Cantata sudamericana (1971) –ambos con canciones de Ariel Ramírez y Félix Luna–, el hermoso Homenaje a Violeta Parra (1971), Hasta la victoria (1972) –que incluye Balderrama–, Mercedes Sosa en Argentina –álbum de dos discos grabados en el Teatro Opera de Buenos Aires recién llegada del exilio–, Corazón Libre (2005) –que luego de muchos años la devolvería al canto folklórico puro–.
También vale destacar el apasionante proyecto de dos discos Cantora, donde su voz ya cansada pero no por eso menos única haría dúos con más de 30 figuras de primer nivel como Serrat, Jorge Drexler, León Gieco, Gustavo Cerati y Charly García entre otros, y que sería su última edición discográfica en vida.
Si al lector le encantaba y emocionaba Mercedes Sosa cantando Sólo le pido a Dios o De mí, me parece perfecto. Pero, en lo personal, la mejor Mercedes, la verdadera, era aquella que, bombo en mano, arrancó a cantar La Pobrecita a capella aquella noche en el teatro El Galpón, como nadie más podría cantarla en este mundo, generando un milagro musical y un momento de suprema comunión entre artista y público.
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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.