Por José Rilla ///
Entre la fiesta cristiana de la Navidad, Jesús nacido en un pesebre, y la pagana del calendario, Año Nuevo que renueva el ciclo, andamos cerrando agendas, postergando deberes, saliendo, los que pueden, de licencia o vacaciones. Saludamos, abrazamos, deseamos lo mejor, compramos regalos y somos regalados, prometemos ser mejores, empezar la dieta, dejar de fumar… Por debajo de nuestro mundo, o más bien junto a él, están los que sufren, los que están solos, los enfermos graves, y más abajo todavía, los que viven en el infierno, los indigentes y los presos. En total, en esta franja 9 mil uruguayos. Ninguna palabra que digamos, que yo escriba, alivia su calvario; apenas, quién sabe, nos invita a la compasión.
Uruguay ha logrado abatir los niveles de pobreza a cifras inéditas, comparado con los países de la región que son una calamidad, y también comparado consigo mismo, con su pasado del último cuarto de siglo. Medimos la pobreza, como la riqueza, según el grado de cobertura de las necesidades básicas, mientras que calculamos la indigencia tomando en cuenta los requerimientos de una de ellas, la alimentación. Aunque almuerzan en el INDA casi ocho mil uruguayos, serán tres mil personas las que viven en las calles y apenas comen algo una vez al día; una parte de ellas andan en las ciudades, especialmente en el centro de Montevideo donde encuentran algún cobijo, alguna moneda, alguna sustancia que los borre del mapa.
Esa concentración de indigentes en el espacio urbano está a punto de naturalizarse entre nosotros. Pasamos al lado de los indigentes, más hombres que mujeres, más adultos jóvenes que niños (al revés de la pobreza); no los miramos, no les hablamos ni nos hablan, los esquivamos con más esmero que a los perros que tienen un lugar destacado en nuestra convivencia. No es el miedo ni la piedad lo que nos vincula a ellos, es la indiferencia; los vemos dormir en cartones, esos que sirven para embalar los smart televisores que compramos con desenfreno, los vemos dormir de día después de vagar de noche, abrigados con frazadas y tirados al sol.
Y si estudiamos un poco más de cerca las cosas veremos que muchos de ellos fueron presos, liberados recientes que volvieron a abrazar el círculo perverso de la droga y el alcohol, con la voluntad y la alegría muertas, con el delito en la puerta. Acabamos de leer a un magistrado que nos dice, no sé si como denuncia o como resignación, que la cárcel enseña a delinquir.
Hay una franja de nuestra sociedad, pequeña tal vez, de la que no queremos hablar, que se nos muestra pero a la que no miramos, que rara vez nos habla pero con la que no conversamos. La indiferencia que profesamos se reviste de justificaciones penosas: van desde quienes nos dicen –todavía- que son estos los costos del progreso y que el derrame del crecimiento algún día alcanzará a los más pobres, hasta los que, con un arrebato de mediocridad nos recuerdan que los indigentes tienen derecho a estar tirados en la calle, porque la calle es de todos y no hay razones para criminalizar semejante marginalidad.
Que esto nos esté pasando es indigno para todos, más aún porque son unos cientos de uruguayos los que andan como fantasmas en nuestra plácida ciudad con vista al mar.
Entreverado como muchos en los deseos de renovación, en esto pienso un poco durante la Navidad que recuerda a Jesús en el pesebre, o durante el Año Nuevo que evoca las dos caras de Jano.
Hagamos algo de una buena vez.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, viernes 28.12.2018
Sobre el autor
José Rilla es profesor de Historia egresado del IPA, doctor en Historia por la Universidad Nacional de La Plata, Buenos Aires. Profesor Titular en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República y Decano de la Facultad de la Cultura de la Universidad CLAEH. Investigador del Sistema Nacional de Investigadores, ANII.