Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi
Viernes 17 de marzo. En el despacho oval de la Casa Blanca, en Washington, se cumple el rito habitual de posar para los fotógrafos después de un encuentro del presidente de Estados Unidos con un jefe de Estado o de gobierno extranjero en visita oficial. Ese día, con la estufa a leña detrás y frente a las nuevas cortinas doradas con que Donald Trump redecoró la oficina, el segundo sillón estaba ocupado por la canciller alemana Angela Merkel. “Manden una buena foto a Alemania”, dice el anfitrión, mientras las cámaras crepitan. Los fotógrafos piden un apretón de manos. Ante la impasibilidad de Donald, Angela se inclina hacia él y le pregunta: “¿quiere que nos demos la mano?” Pero Donald la ignora, y, con el rostro fruncido, mira ostensiblemente hacia otro lado. Angela queda colgada del pincel.
Frío y ordinariez: con eso se encontró la señora Merkel en su visita al señor Trump, que a fines de enero pasado había recibido con una actitud mucho más efervescente a la primera ministra británica Theresa May; se los había visto, incluso, haciendo manito en una de las columnatas de la Casa Blanca. La señora May tampoco tiene buenas relaciones con la señora Merkel, a tal punto que se ha dicho que son casi inexistentes; así como al señor Trump no le gusta la política de acoger refugiados que tuvo el gobierno alemán el año pasado, y tuitea, 24 horas después de su encuentro con la señora Merkel, que Alemania no paga lo que debe a la OTAN, la señora May tuvo que masticar el rechazo público de la canciller a sus amenazas recientes de lanzarse en una guerra fiscal con la Unión Europea en medio del Brexit. Una “humillación”, según la prensa británica, ya que además la señora Merkel anuló, en plena cumbre de Malta el 3 de febrero pasado, la entrevista en la que la primera ministra le iba a exponer su plan para el divorcio.
“Prácticas nazis”: así calificó el primer ministro turco, Recep Erdogan, la decisión de no permitir actos electorales que sus partidarios pretendían realizar en varias ciudades alemanas, con la presencia, por añadidura, de los ministros turcos de economía y de relaciones exteriores. El señor Erdogan nunca se caracterizó por su sutileza, pero en plena campaña hacia un referéndum constitucional que el 16 de abril le puede otorgar poderes aún más amplios, corta especialmente grueso. Según las autoridades turcas, Alemania debe “aprender a comportarse” y abandonar sus intenciones de “impedir el surgimiento de una Turquía fuerte”.
En Francia, donde la campaña electoral hacia las presidenciales del 23 de abril entra en su recta final, Alemania y su gobierno son el blanco preferido de los candidatos hostiles a la Unión Europea, que dicen estar dispuestos a enfrentar a la señora Merkel, a forzarle la mano y a poner fin a lo que llaman la “Europa alemana”. La ultraderecha, que nunca antes estuvo peleando en serio elección alguna, pesa más del 25 % según las encuestas, y no tiene a Berlín en su lista de amigos, ya que todo su cariño va para el Brexit, Donald Trump y Vladimir Putin.
En los once años que lleva como canciller, Angela Merkel ha tenido que tratar más de una vez con personajes groseros, arrogantes o lisa y llanamente impresentables, como el infausto Silvio Berlusconi, por ejemplo. Pero Berlusconi era un punga bocón, un compadrito vacío que la iba de matón, irrisorio y básicamente inofensivo, salvo para los italianos. Esto es distinto. Es, con la Hungría de Viktor Orbán, las Filipinas de Rodrigo Duterte, y otros más, el embrión ya bastante crecido de una internacional nacionalista, algunos de cuyos miembros no le hacen asco al autoritarismo ni, llegado el caso, a los fierros. Un club con gente belicosa que quiere ser “grande”, o volver a serlo, y amante de tener enemigos que den pasto a sus propias fieras. Una mezcla rara de defensa ofensiva, milenarismo étnico y caridad bien entendida, la que no solo empieza por casa, sino que también termina en ella.
Del otro lado, una señora sin estridencias, con el peso político suficiente para que sea útil pegarle, que mal o bien es la cara más visible de quienes navegan todavía en sentido contrario a los nuevos vientos, y que se ha ido quedando relativamente sola en las esferas donde se corta el bacalao. Nunca pensé que llegaría el día en que, puesto a elegir, no tendría más remedio que preferir a la derecha alemana. Cómo estarán las cosas, que me quedo con Angela.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 20.03.2017
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.