Por Susana Mangana ///
Los atentados perpetrados en Túnez en marzo de este año y el pasado 26 de junio, sumados a la seguidilla de ataques registrados en El Cairo y la Península del Sinaí desde hace al menos dos años, han terminado por hundir la industria del turismo en países extremadamente dependientes de los ingresos de turistas occidentales.
Túnez, que se convirtió en el buque insignia de las revueltas árabes en 2011 al lograr concretar un proceso de transición hacia un gobierno verdaderamente elegido en las urnas por el soberano, se derrumba hoy ante una perspectiva calamitosa. El turismo impacta en ese país de forma directa e indirecta hasta el 15 % de su PBI y representa 400.000 puestos de trabajo directos. En Egipto las divisas del turismo ayudaban hasta el 2010 a sostener una economía que hoy no despega y en la que al menos el 10 % de su PIB está representado por el sector turismo.
La ola de violencia islamista que afecta a estos países en el norte de África, si bien no es nueva, ha cobrado inusitada virulencia tras la aparición hace un año del grupo estrella del terrorismo internacional del momento, encarnado en el autoproclamado “Estado Islámico”.
Los turistas lógicamente abandonaron Túnez al otro día del trágico atentado y será difícil que los operadores turísticos logren convencer a europeos y norteamericanos de regresar. Y es que el panorama geopolítico en la región y las explosiones ya diarias en algún punto de Egipto no son un riesgo menor. Lo lamentable es que grupos terroristas que dicen luchar y representar al Islam castigan a musulmanes de bien tanto o más que a extranjeros. Condenar a una espiral de violencia y pobreza a los habitantes de Egipto donde ya el 40 % de la población vive con 2 dólares diarios, o sea en el umbral de pobreza, solo puede presagiar una nueva década de extremismo y fundamentalismo religioso del más rancio.
Si acaso favorecen a países como Grecia o España, que pueden llegar a beneficiarse de esta estampida de turistas, especialmente aquellos que buscan sol y playa como británicos y alemanes, que ahora volverán a elegir destinos más tranquilos o tradicionales en vez del exotismo y misterio oriental.
Por ahora Turquía es el único país musulmán que viene evitando esta crisis aunque también haya registrado un descenso en el número de visitantes que recibe por año. Joyas como Capadocia o Estambul siguen atrayendo a miles de turistas europeos y otros aquí en Uruguay que se resisten a sucumbir al miedo. Sin embargo, la cercanía del grupo Estado Islámico en la vecina Siria y su maquinaria de propaganda digital están haciendo mella.
Cabe preguntarse si no será acaso temerario viajar a un destino donde de un día para el otro pueden sobrevolar aviones de una coalición de países que deben replantearse su estrategia respecto del Estado Islámico y reorientar el combate pues un año de bombardeos sistemáticos no ha servido para eliminar a este grupo armado. Lejos de ello el Estado Islámico sigue sembrando Oriente Medio y ahora también el Magreb con terror y barbarie.
La economía, ya se sabe, tiene sus ciclos y no hay mal que dure cien años pero no deja de ser lamentable y patético que millones de personas que residen en la ribera sur del Mediterráneo, ese Mare Nostrum que divide pero finalmente no separa a Italia o Francia de sus vecinos en el sur vean sus vidas hipotecadas por la sin razón de energúmenos que disfrazados de verdugos redentores buscan dirigir la vida de millones de musulmanes en una aventura tan utópica como imposible.
Ojalá Túnez logre mantener la paz social y el buen juicio entre sus ciudadanos para que puedan guiar de nuevo al resto de naciones árabes castigadas por el flagelo del terrorismo islamista y apostar al diálogo con los guías espirituales que tienen el deber de orientar a sus feligreses hacia una concepción juiciosa del Islam, adaptada a las circunstancias que este atribulado siglo XXI impone, de lo contrario el adiós… ¡no será solo para el turismo!