Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi
Al abrir la heladera y echar un vistazo, la tapa del pote de yogur, esa hoja laminada de aluminio que lo cubre, aparece un poco bombeada, con una ligera hinchazón. A la basura. La lechuga presenta algunos bordes oscurecidos, un poco amarillentos. A la basura. El queso, que parecía tan lozano la última vez que lo vimos, tiene ahora una de sus caras afelpada por los hongos. A la basura. Allí está la bolsa de papas fritas congeladas, y uno no logra recordar si su trayectoria respetó la cadena del frío; en la duda, mejor abstenerse: a la basura. El pan, ayer crocante, hoy está bastante más duro – tal es el destino del pan, endurecer conforme pasa el tiempo. A la basura. Y allá van, también, aquella cebolla sospechosa, la salsa boloñesa que sobró la víspera porque faltó un par de comensales de buen diente, el morrón un poco arrugado por la espera, el pescado que no se comió el primer día y tiene fama de putrefacción rápida, la berenjena algo reblandecida, el jugo de naranja de la semana pasada, y así.
Tiramos alimentos. Los desechamos, y contribuimos de ese modo al desperdicio alimentario, que a su vez es solo una parte de la pérdida alimentaria, la que corresponde a las fases de venta minorista y de consumo final. El resto de la pérdida de alimentos se produce antes, en las etapas de producción y de transformación, de acuerdo a las definiciones que propone un informe elaborado en 2011 para la FAO por el Instituto sueco para la alimentación y las biotecnologías. (*) Ese informe estimaba que el total de la pérdida, es decir la disminución de la biomasa comestible a lo largo de toda la cadena de suministro alimentario, representa aproximadamente un tercio de los alimentos producidos en el mundo para el consumo humano. En toneladas, algo así como 1.300 millones por año.
Las pérdidas no se distribuyen igual en todas partes: en los países de renta media y alta, el desperdicio – los alimentos que van a parar a la basura – es mayor que en los países de renta baja, donde se pierde menos en la etapa de consumo que en las de producción y distribución. Según las estimaciones de la FAO en 2011, en Europa o América del Norte, el desperdicio promedio por habitante superaba los 100 kilos anuales, mientras que en África subsahariana y en Asia meridional era diez veces menos.
Los números que maneja hoy el Parlamento Europeo, que se dispone a adoptar medidas para combatir el desperdicio alimentario, dan cuenta de un total de 88 millones de toneladas perdidas por año en el bloque, es decir 173 kilos por persona, de los cuales más de la mitad son responsabilidad de los consumidores, que al fin y al cabo no son tan consumidores, ya que tiran buena parte de lo que compran. Pero tampoco en Europa todos desechan por igual: los holandeses, que en 2010 encabezaban por lejos la lista de desperdiciadores, destinaban al basurero unos 250 kilos de alimentos por persona y por año, entre seis y siete veces más que los eslovenos.
Entretanto, la cantidad de personas crónicamente subalimentadas en el mundo ha disminuido en los últimos 25 años, pero aun así sigue habiendo, según la FAO, casi 800 millones de humanos con hambre.
Más allá del hambre, tirar comida es también perder mucha plata, y provocar daños ambientales: en la Unión Europea, la producción y la eliminación de residuos alimentarios genera anualmente 170 millones de toneladas de dióxido de carbono, es decir 22 veces lo que genera en total, de acuerdo a los datos del Banco Mundial, un país como Uruguay. Desperdiciar alimentos es desperdiciar recursos naturales, en particular agua: cuando vaya a tirar un pan flauta, recuerde que para producir un kilo de harina hacen falta 1.000 litros, y ni qué hablar de ese kilo de carne que tiene en la heladera, cuya producción necesitó tanta agua como para llenar unas 70 bañeras.
Si a usted le gustan los tomates que el supermercado le ofrece en bandejita, todos iguales, bien rojos y lustrosos, no olvide a todos los otros tomates, igualmente dignos de ser comidos pero que perdieron el concurso de belleza y quedaron por el camino. Y anímese a recalentar el resto de boloñesa de anoche, que con el pan duro tostado queda fenómeno.
(*) www.fao.org/docrep/014/mb060e/mb060e00.pdf
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 22.05.2017
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.