Foto: Javier Calvelo / adhocFOTOS
Por Natalia Trenchi //
Los uruguayos somos raros.
¿Quién no? dirán ustedes y están en lo cierto, pero la nuestra es una rareza que a veces se nos vuelve en contra.
A nosotros nos encanta que nos alaben, que nos digan que somos únicos y especiales. Adoramos que los extranjeros nos descubran y que idealicen nuestra idiosincracia. Recibimos los halagos con orgullo modesto por fuera, pero por dentro tiramos cuetes de alegría y vanidad.
Pero otro ingrediente es que al mismo tiempo tenemos una autoestima como nación bastante debilucha. ¿O nunca han escuchado decir: “es tan bueno que no parece uruguayo”, o preguntarle a algún extranjero que eligió vivir acá: “¿qué le viste a este país?” ?
Los que nacimos y vivimos en esta cultura integramos estas y otras contradicciones casi sin cuestionárnoslas… pero capaz que sería buen momento para hacerlo. Porque el mundo hoy es demasiado desafiante como para seguir alimentando conceptos que creo que nos han debilitado en algunos aspectos. Por ejemplo, el culto a la “viveza criolla”, expresión incorrecta para definir a algo tramposo, creo que nos ha hecho mal como pueblo. A algún nivel seguimos viendo con un poco de conmiseración a aquel que cumple todas las reglas y con cierta admiración al que logra driblearlas con éxito. Aún hoy escucho a muchos padres quejarse de que a sus hijos les falta “viveza”, y lo peor es que se los dicen a ellos. O hablan frente a ellos con admiración de alguien que consiguió llegar a alguna meta por el camino corto aunque sucio. Y así de a poco, el pequeño va dándole forma a la comprensión de que a pesar de los discursos acomodaditos, en los hechos se espera que no sea tan buenito y correcto… El asunto es ir aprendiendo a burlar las leyes con elegancia, oportunidad y hasta mesura. Porque sino… ¡Uy! Ahí se nos despierta otra costumbre uruguya: se despierta el juez severo que también llevamos adentro, se nos estira el dedo índice y señalamos con horror al pecador, que nunca, nunca somos nosotros mismos.
Y ni que hablar que también necesitaríamos pensar un poco sobre el asunto ese de la “garra charrúa”. Aparentemente alude a un fluído mágico que corre en nuestras venas y que se activa frente a callejones sin salida o desafíos épicos, y que nos da superpoderes. Pobres charrúas a los que no cuidamos nada y de los que rescatamos este mito que debilita toda noción de que para tener logros hay que esforzarse, trabajar y persistir en el esfuerzo. No, no. No voy a decir que la suerte no hace lo suyo en cualquier desenlace, pero ya está más que probado que los logros no dependen de ella. Es lo que dice aquella frase: la suerte premia a quienes perseveran. No vas a ser goleador sólo por talento si no trabajás tu cuerpo y aprendés el oficio, no vas a tener esa revelación genial en el laboratorio si no te pasaste horas y horas haciendo pruebas, pensando y estudiando… No te va a pasar. Y tenemos que ser muy cuidadosos en enseñarles esto a los chiquilines si no queremos más uruguayos encandilados con la idea de que somos “especiales” y que por eso las cosas buenas nos caen del cielo.
¿O no era eso lo que se pensaba hace un año cuando teníamos pocos casos de Covid-19? Varias explicaciones anecdóticas (que la BCG, que el viento de la costa, que…) y ningún subrayado fuerte al hecho de que nos estábamos cuidando mucho. Sin misterios ni magias.
¿Y saben qué? No quiero más uruguayos educados para ser “avivados” ni que esperen que una suerte genética los saque del lío. No quiero aspirar a ser la “Suiza de América”, sino una nación más entre naciones hermanas. A reconocernos como ¿simples? mortales, con luces y con sombras, que tienen que aprender a pelear una batalla muy complicada. Y no hay otra manera de hacerlo que con esfuerzo, con renuncias y sacrificio sostenido. Si a los chiquilines les enseñamos esto, con palabras y con el ejemplo, y además les enseñamos a hacerlo sin perder la alegría o el disfrute posible, esta maldita pandemia nos habrá servido de algo.