Por Rafael Mandressi ///
Desde hace muchos años ya, formo parte de la legión de incluidos financieros, y como tal poseo varios de los objetos básicos que esa condición supone: una cuenta bancaria a través de la cual mi empleador remunera mi trabajo, otra a la que van a parar los ahorros que soy capaz de generar, una tarjeta de débito, y un espacio virtual que me permite seguir la suerte de mis dineros y efectuar, llegado el caso, algunas operaciones elementales, como pagar cuentas. Rara vez pongo los pies en la sucursal donde tiene su oficina la persona que se ocupa de mí como cliente, cuya misión consiste, en principio, en asesorarme acerca del uso que conviene darle a la plata que retoza a mi nombre en ese banco.
Días atrás fui a verlo, por un asunto que nada tenía que ver con recomendaciones sobre la administración de mi peculio, sino con un comportamiento inusual del sitio web, que me impedía acceder a una de las dos o tres funciones básicas a las que suelo recurrir. La consulta podía ser evacuada en diez minutos, y así fue. Sin embargo, el diálogo con el señor asesor se extendió bastante más allá y terminó durando una hora y media. Tal vez porque era solo la tercera vez en quince años que me apersonaba en una dependencia del banco tras haber solicitado una entrevista, mi interlocutor creyó oportuno recompensar mi visita ofreciéndome la yapa de una asesoría panorámica que yo no había requerido.
A pesar de mis buenos y leales servicios como cliente a lo largo de tres lustros, al parecer la institución no me conocía lo suficiente, de manera que la conversación incluyó una suerte de test para bosquejar mi perfil. Se trataba de establecer, en primer lugar, hasta dónde llegaba mi “cultura financiera”, presentándome una serie de “productos” para que yo indicara si estaba al tanto de su existencia y, eventualmente, de sus características. Esta primera etapa fue breve: al cabo de tres respuestas negativas, le sugerí que ahorráramos tiempo y que considerara, sin más trámite, que mi “cultura financiera” era nula.
Se podía entonces pasar a la segunda parte, en la que un interrogatorio sobre preferencias y actitudes debía desembocar en la determinación de mi aversión al riesgo. Para asesorarme mejor, según aclaró el simpático bancario. No pude evitar pensar en Caperucita roja, pero aún ante la sospecha de que aquellas fauces no eran las de mi abuelita, asentí. Llegaron las preguntas, llegaron las respuestas, una batidora informática las procesó, y parió su veredicto: “prudente”. Resulta que soy “prudente”.
Ajá. ¿Y?
Quiere decir que en una escala de uno a siete usted está en el penúltimo lugar.
Ajá. ¿Y el último cuál vendría a ser?
Conservador.
Caramba. ¿Y la otra punta de la escala qué adjetivo merece?
Dinámico.
“Conservador” versus “dinámico”: así se ordena el mundo pues, de acuerdo con los eufemismos al uso en las esferas donde prevalece la “cultura financiera”. Quien estuviere dispuesto a impregnar su dinero de la adrenalina de una buena timba, se verá adornado con la amable virtud del dinamismo. Cuanto más reacio se muestre uno a elevar la apuesta en el tapete afelpado de “productos” como los que el señor del banco me quería vender, mayor será su conservadurismo, una cualidad gris, despojada de encanto, incluso primitiva, como me pareció adivinar en la pequeña mueca que se le escapó a mi paternal asesor cuando recurrió a la vieja y nunca bien fundamentada frase que sostiene que “el que no arriesga no gana”, soltada como quien enuncia el segundo principio de la termodinámica o una verdad emanada de alguna sabiduría ancestral.
Se suele hablar, a veces excesiva o abusivamente, de los “relatos”. Pues bien, aquí hay uno, con su moral correspondiente, en el que las aguas se dividen, no ya entre oligarquía y pueblo o burguesía y proletariado, faltaba más, sino entre una humanidad desacomplejada, moderna y ganadora, y otra recelosa, que juega al empate y se resiste a abrazar un universo fluido donde la felicidad necesariamente se lubrica con lágrimas. La plata, sus circuitos y sus nichos son a la vez el nervio y la metáfora de esta cosmología, raquítica sin duda, pero tan bien instalada en cierto paisaje de evidencias que ni argumentos en su favor parecen hacer falta. De modo que mi ocasional amigo bancario no se tomó el trabajo de intentar convencerme: para mí debía ser tan evidente como para él, y lo que me quedaba, en definitiva, era decidir de qué lado quería estar, e irme, si persistía en mi renuencia a convertirme en un sujeto más “dinámico”, con el remordimiento de las ocasiones perdidas y quizá hasta un poco avergonzado.
Decididamente, era mucha la distancia entre sus evidencias y las mías. Al concluir la reunión y separarnos al fin, el señor del banco y yo sabíamos por lo tanto que pasarían de nuevo varios años antes de volver a vernos y que teníamos solo una cosa en común, un mismo sentimiento. Ambos, secretamente, nos compadecíamos el uno al otro.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 29.07.2019
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.
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