Editorial

Decir la verdad

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Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi

El libro de la periodista María Urruzola sobre Eleuterio Fernández Huidobro ha dado que hablar, reactivando un debate sobre algunos episodios de las últimas décadas y sus protagonistas. No conozco lo suficiente esos episodios ni leí el libro, de manera que no puedo, y por lo tanto no debo, aventurar comentarios al respecto. Sería opinar por boca de ganso y echar raíces en la espuma.

Sin embargo, más allá de su contenido específico, ese libro y las reacciones a que ha dado lugar traen consigo un tema más general, que merecería bastante más espacio que el que puede dársele en una columna como ésta, pero que aun así vale la pena evocar, aunque más no sea en un puñado de apuntes. Se trata de la verdad acerca del pasado – el pasado reciente, en este caso –, de los procedimientos para obtenerla, de la manera de procesarla y de los criterios para validarla.

Las verdades son el resultado de esas operaciones, ya que ninguna verdad está allí, en bruto, esperando para ser establecida inequívocamente por siempre jamás. Esto no significa negar que los hechos ocurrieron tal como ocurrieron y no de otro modo; no hay universos paralelos ni realidades alternativas. Pero los “hechos” y la “verdad” no son la misma cosa: los hechos ocurrieron, la verdad se dice. “Decir la verdad” es producir un discurso, narrar los hechos, asignarles un sentido y una función.

Tres tipos de discurso se reparten, globalmente, la voluntad, la vocación y la obligación de establecer la verdad sobre “lo que pasó”: el discurso histórico, el judicial y el periodístico. Los tres recurren a su vez, cada uno a su modo, a un cuarto tipo de discurso, el testimonial. No es necesario explicar la relación del discurso histórico con el pasado: es su razón de ser. El discurso judicial es también, por definición, un pronunciamiento acerca de lo acontecido – mató o no mató, robó o no robó, pasó o no la pensión alimenticia que debía, etc. En cuanto al periodismo, más allá de la reivindicación de la instantaneidad, nunca da cuenta de “lo que está pasando” sino, a lo sumo, de “lo que acaba de pasar” – “así estaba el mundo (hace un rato), amigos”, debía haber dicho Jorge Traverso al cerrar diariamente el noticiero que conducía.

No hay convergencia entre la historia, la administración judicial y el periodismo: ni sus métodos, ni sus tiempos, ni sus objetivos coinciden. Los historiadores no piensan como los jueces ni como los periodistas, y uno de los mayores errores sería creer que los periodistas hacen historia, o que los historiadores juzgan. Todos necesitan pruebas, pero esas pruebas pueden ser, para un juez, un único documento extraído de un archivo, mientras que el historiador nunca se conformará con eso, ya que, sin otros documentos, sin otras fuentes, no le será posible elaborar una interpretación explicativa con un mínimo de espesor.

El testimonio, a su vez, nunca es prueba suficiente para el historiador, que haría mal en creerle a sus fuentes sin ejercer al respecto las técnicas del escepticismo metodológico. El juez, por su parte, necesita someter los testimonios a normas precisas, institucionalmente definidas, para transformarlos en elementos de prueba. A diferencia del historiador, el juez no está para explicar sino para zanjar. El periodista navega en otras aguas: no tiene que ofrecer hipótesis de largo aliento ni tomar decisiones. Obtiene testimonios, los compila y los coteja con otros, ordena datos sin necesariamente poner en tela de juicio el modo en que fueron producidos – todo dato es una producción –, y teje con ello un relato que ofrece la estructura seductora y rápida del rigor fáctico.

No se crea que este es un alegato contra la verdad periodística. No lo es. Tampoco es una crítica de la verdad judicial, que no es la verdad a secas ni tiene por qué serlo, sino la que produce un poder del Estado y su administración. Es sí un alegato a favor de la historia, cuyos modos de decir la verdad deberían ser puestos a salvo de la confusión con la historiografía silvestre, el ensayismo salvaje, la literatura historicista, y otras escrituras apresuradas que, contrariamente a lo que en ocasiones se ha sostenido, no colman vacíos de la narración histórica. Los agrandan.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 08.05.2017

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.

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