Por Rafael Mandressi ///
A primera vista, al llegar, parecía una ciudad cualquiera. Casi intercambiable con tantas otras que uno encuentra al salir de la estación de trenes y caminar las primeras cuadras. Las mismas tiendas, los mismos automóviles, calles y luces que nada parece distinguir de otras tantas calles y luces ya vistas, ya transitadas, ya asimiladas al repertorio de paisajes urbanos familiares. Demasiado familiares. Tanto, que al mirarlos ya no se los ve, e incluso, a veces, ya ni siquiera se los mira. Una ciudad casi evidente y poco menos que trivial, cuya única señal clara de distancia con uno, que llegaba desde fuera, era el idioma que se leía en los carteles publicitarios, en las marquesinas de bares y restaurantes, en las tapas de diarios y revistas de los quioscos o en las placas con nombres de calles y plazas.
Más allá, sin embargo, al estirar la recorrida, al dejar atrás los barrios desabridos de la primera deambulación, aparecían otras cosas. Enormes baldíos llenos de viento, edificios oscurecidos quizá por el hollín, una atmósfera oxidada y pintada de gris, fachadas con agujeros de bala, a veces miles, como si las hubieran invadido las termitas, vehículos toscos salidos de quién sabe qué congelador, una suerte de invierno adherido al caparazón de una tortuga dormida.
No era una ciudad, eran dos, unidas y separadas a la vez por una cicatriz: de un lado, la cara lavada de una intrascendencia tranquila; del otro, un aire de plomo y herrumbre que bien habría podido respirarse en una novela de Onetti. Así era Berlín en abril de 1991, o al menos así se me presentó cuando la conocí en esa primavera, y así la recuerdo, como dos películas en una misma sala, una en color y la otra en blanco y negro. Hacía un año y medio que había desaparecido el muro, pero sus huellas todavía estaban ahí. El tajo seguía sangrando, el 9 de noviembre de 1989 había sido casi ayer, la sutura estaba fresca.
Aquel muro cayó – según se suele decir, aunque rara vez los muros caen solos – poco después de haber cumplido 28 años. Desde entonces, pasaron otros treinta, que se cumplieron anteayer. En realidad, más que caer literalmente, el muro se abrió hace treinta años, empezó a ser oficialmente demolido en 1990, y cuando esa demolición oficial concluyó, en 1992, quedaron en pie algunos retazos, algunos tramos, unos 1.500 metros de aquella frontera de 45 kilómetros de hormigón peinado con alambre de púa en medio de una tierra de nadie, salpicada de barreras antitanques, minada y patrullada por guardias con perros, reflectores y licencia para matar.
El tiempo de Berlín después del muro es ya más largo que el que duró la existencia de ese doble paredón erigido por un régimen oprobioso, que terminó cayendo junto con el anillo carcelario con el que encerró a su propia capital, como si fuera un quiste. Pero ese tiempo transcurrido desde 1989 no ha sido suficiente, no alcanzó todavía para recomponer por completo el tejido de esa ciudad trágica del siglo XX, comida repetidamente por todos los gusanos del horror. No es seguro, por lo demás, que los rastros físicos de la infamia lleguen a borrarse del todo algún día, más allá de lo que se decida conservar como ayuda de la memoria.
Los huecos, los verdaderos, allí donde viven fantasmas petrificados, no se llenan tan fácilmente, ni la reunificación alemana, sus miles de millones de euros y sus promesas de capitalismo feliz son suficientes para sellar las fisuras. Hay laceraciones permanentes en la carne de Berlín, de lo que fue el Berlín oriental, allí donde estuvo la guarida de los exterminadores del III Reich y después el cuartel general de la mal llamada República democrática, glacial y asesina. Una ciudad quebrada, rota, inundada de lágrimas y tapada de escombros, descuartizada por la ocupación y al fin seccionada por una muralla, ve crecer los yuyos en sus partes mutiladas y con eso disimula los muñones.
Mientras tanto, el viejo muro, lo que fue, lo que aún puede verse de él, viaja hacia todos los rincones del mundo en las fotos de los turistas, y viaja también, en Europa y en otros lugares, hacia otras fronteras que cerrar, como una lección estúpidamente mal aprendida, como una obstinación grosera y como una metáfora concreta del desprecio, del miedo y de la muerte.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 11.11.2019
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.
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