Editorial

El señor Pérez, los relatos y la historia

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Por Rafael Mandressi ///

Héctor Amodio Pérez rompió el silencio hace un par de años, por vía epistolar. Después concedió una entrevista en España. Luego escribió un libro y viajó a Uruguay para presentarlo. En Montevideo dio alguna otra entrevista, presentó efectivamente su libro y acto seguido comenzó, a su pesar, a recorrer juzgados. Allí volvió a verles las caras a viejos conocidos. Toda gente mayor: tupamaros, ex tupamaros, militares. Careos, acusaciones y defensas, preguntas y respuestas: he ahí buena parte de las actividades recientes del señor Pérez, cuya intención inicial era, al parecer, dar su versión de una historia que lo incluyó como protagonista pero que nunca antes había narrado públicamente.

La versión del señor Pérez difiere de otras, no solo en cuanto al papel que le cupo a él mismo en el episodio tupamaro hace más de 40 años, sino sobre el episodio en sí. Una voz anciana, quebrando su noche larga e ignominiosa, quiso hacerse oír con el propósito de proferir lo que reivindica como su verdad, que por cierto no coincide con el relato guerrillero que a menudo se califica como “oficial” o “hegemónico”. Si bien ese relato quizá sea “oficial”, su carácter hegemónico parece en cambio más dudoso, y el testimonio que ha venido a ofrecer el señor Pérez es sólo una pedrada más en el espejo de la gesta tupamara.

Se ha dicho que se trata de una pugna de relatos. Lo que se oye, sin embargo, se asemeja más al ruido de una pajarera que a la cadencia de una narración. A las versiones de los protagonistas se suman las de quienes no lo fueron directamente pero vivieron en el Uruguay de hace casi medio siglo. Todos ellos estuvieron allí, a ninguno se lo contaron, cada uno sabe, recuerda y explica la historia, invocando la autoridad de haber participado en su fragua o, en su defecto, de haberla presenciado.

Pero la historia no es una colección de selfies, ni una superposición de testimonios con los que pueda componerse, en el mejor de los casos, una suerte de Rashomon de la violencia política en el Uruguay de los años 60 y 70. Esa materia prima tal vez alcance para montar relatos, cada uno con sus respectivos adherentes y detractores, creyentes y escépticos, sacerdotes y fieles.

No basta, en cambio, para producir historia. La historia no la escriben los combatientes, o quienes se atribuyen ese papel en sus propios relatos. No la escriben los periodistas, por más investigación que aleguen en los libros que publican, ni algún expresidente con tiempo libre para las letras. Tampoco es razonable esperar que la escriban los jueces con sus interrogatorios, ni los legisladores para que conste en actas.

Todo ello es historiografía silvestre, memorias quizá, confesiones cariadas por el tiempo o tarjetas de presentación retrospectivas, párrafos improvisados al calor de veleidades detectivescas o meros ajustes de cuentas. No se trata de material de descarte. Al menos no en su totalidad, ya que de él pueden hacer uso los historiadores, cuyo oficio, definido por técnicas intelectuales específicas, es, precisamente, escribir historia.

Cuando esa historia es reciente, el trabajo de los historiadores es más difícil. No porque la distancia con el pasado sea indispensable y haya que esperar a que el cadáver se enfríe para examinarlo con pertinencia. Lo ingrato de la historia reciente para los historiadores que la practican es que tienen que convivir con la interferencia de quienes la narran encaramados en la mera autoridad de estar todavía vivos, y la de quienes creen que hacer historia equivale a publicar sus relatos.

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