Por Emiliano Cotelo ///
El viernes pasado me tocó vacunarme contra covid-19
Adelanto desde ya: Me pareció notable la organización. Y me dejó muy conforme la actitud del personal encargado. Pero además la experiencia tuvo, sobre el final, un condimento sorpresa que le dio un giro especial.
Les cuento.
El SMS del Ministerio de Salud Pública me había indicado el Hospital de Clínicas a media tarde.
Entré por la planta baja y recorrí el gran hall hacia el fondo. Al llegar a la recepción avisé que iba por la vacunación y uno de los funcionarios me indicó amablemente que siguiera la línea azul marcada en el piso y tomara la escalera a la izquierda.
Así lo hice y de inmediato quedé inmerso en una “marea humana” que tenía el mismo destino que yo. Yo sabía que allí estaba instalado uno de los vacunatorios más grandes pero esa pequeña multitud caminando al mismo tiempo hacia uno de los tantos horarios de la agenda de ese día me impresionó. Me hizo recordar a la escalera de un subte en las ciudades donde existe ese servicio, o a las filas de previas al acceso a un concierto gigante en un estadio de fútbol. Todos nos desplazábamos rápido y a paso firme, primero subiendo escalones, luego -siempre con los ojos en la línea azul- consumiendo un corredor rumbo a la sección del primer piso dedicada a este operativo. Aquello no configuraba una “aglomeración” inconveniente o ilegal pero me llamaba la atención por la cantidad de gente y la velocidad de esa marcha.
Llegamos al vacunatorio, pasamos la puerta y seguimos por un pasillo. A medida que alcanzábamos cada uno de los ambientes los encargados iban “bajando” personas de la fila para que se quedaran en esa sala e iniciaran el trámite de verificación de identidad. A mí me derivaron al tercero de esos salones.
Faltaban 15 minutos para la hora que yo tenía asignada. Sin embargo no tuve que esperar ni un segundo. Enseguida me indicaron a una funcionaria que me pidió la Cédula de Identidad, comprobó que yo estaba citado, me hizo las dos o tres preguntas de rigor (si había tenido algunos de los síntomas de covid en las últimas horas, si sufría algún tipo de alergia) y me pasó una hoja con la declaración que deben firmar todos los que reciben esta vacuna (en mi caso la Coronavac, del laboratorio chino Sinovac).
En menos de cinco minutos esa parte del trámite estaba pronta. La chica me señaló un nuevo corredor (perpendicular al anterior), caminé unos pocos pasos, me saludó otro funcionario y -con una sonrisa de oreja a oreja, como todos los demás integrantes del operativo- me marcó el consultorio que aparecía a mi derecha. La vacunadora me recibió tan sonriente como sus compañeros, me invitó a que me sentara y me pidió que aprontara uno de mis brazos. Respiré hondo y unos segundos después el pinchazo estaba listo.
Con el dedo índice sosteniendo el algodón sobre el brazo, y a partir de la instrucción de la enfermera, busqué la otra puerta del consultorio y salí a una sala de espera. Allí me encontré con otros recién vacunados, y me senté yo también, guardando las distancias de seguridad convencionales. Debía aguardar 15 minutos por la eventualidad de que aparecieran efectos adversos.
Recién en ese momento tuve algo de calma como para observar con más cuidado esas dependencias del Hospital de Clínicas. En un edificio gigante que, como todos sabemos, alberga varios pisos con problema de mantenimiento, este espacio lucía perfectamente bien cuidado y equipado, seguramente reformado hace pocos años.
Todo a mi alrededor se encontraba en muy buen estado, agradable y práctico. Todo el personal aparecía vestido con los equipos de seguridad sanitaria, en colores que iban del celeste a alguno verde claro, sin no recuerdo mal. Allí por lo menos no había nada que envidiar a una institución privada de salud. Todo ese panorama me produjo satisfacción y serenidad.
Entre esas meditaciones y algunos tecleos en el celular se cumplieron mis 15 minutos. No sentía ninguna incomodidad. Así que me dispuse a volver a casa.
A pocos metros de mi silla estaba la salida. Y al lado, de pie, un hombre, flaco y de unos 50 años. Fue él quien abrió la puerta y me dejó pasar primero. En ese momento me dijo: “Bueno, felicitaciones, ¡que esto te de fuerza para seguir la lucha!”.
La frase me desconcertó. Me pregunté si estaba dirigida al periodista Emiliano Cotelo pero enseguida me di cuenta que no; además, eso de “lucha” me quedaba un poco grande. No, este hombre me decía eso simplemente porque él también acababa de vacunarse y yo era el primer “colega” con el que se cruzaba luego de ese paso que acababa de dar y que le resultaba muy importante. Le respondí: “Felicitaciones también y suerte en tu lucha…”
Arrancamos a caminar juntos en busca de la salida. Al llegar a la primera esquina nos distrajimos y tomamos para el lado equivocado. Uno de los funcionarios nos señaló el rumbo correcto. Y a esa persona mi nuevo amigo le contestó: “Vamo arriba, gracias por todo”. No fue la única vez. Esa escena se repitiría luego mientras seguíamos andando: cada uno de los que encontrábamos recibía del “flaco” algunas palabras: “A no aflojar”, “grande lo de ustedes”, “notable todo”. Así hablaba, pura energía…
Al buen ambiente que reinaba en la organización esta persona le agregaba la respuesta más positiva posible, en una combinación perfecta.
En realidad, quien merecía un aplauso era él.
No sé quién era ese “flaco”. Ni idea tengo de cómo se llamaba.
Cuando me cayó la ficha del personaje que tenía adelante y quise preguntarle algo más no lo encontré. Se había perdido en la multitud, que ahora iba en sentido contrario al de un rato antes, escaleras abajo, rumbo a la salida sobre Avenida Italia.
En Primera Persona de En Perspectiva.