Por Rafael Mandressi ///
El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, las épocas de la escuela y el liceo se alejan progresivamente hacia un pretérito imperfecto, y con el estiramiento de esa distancia puede aparecer en ocasiones una duda sobre el grado de coincidencia entre lo que a uno le enseñaron y lo que uno retuvo de aquellas enseñanzas. La pregunta retrospectiva es, en pocas palabras, si uno entendió las cosas tal como docentes y manuales quisieron inculcárselas, y surge sobre todo al momento de advertir que algo que uno creía saber por haberlo aprendido, era falso.
Uno sospecha entonces en primer lugar de sí mismo: víctima tal vez de un episodio de atención flotante o de algún otro déficit, uno seguramente la pifió al haber entendido, por ejemplo, que antes del siglo XV se creía que la Tierra era plana. Según quedó registrada en mi comprensión sin duda defectuosa, la información venía a cuento del primer viaje transoceánico de Colón: resulta que don Cristóbal era más vivo que sus contemporáneos y, para llegar a Oriente, convencido como estaba de que la Tierra era redonda, salió con sus tres carabelas navegando hacia el oeste, hasta que se topó con un continente ignorado por los europeos.
Ocurre, sin desmerecer al almirante, que los modelos esféricos de la Tierra y del universo tenían ya, en aquel tiempo, unos 2.000 años de antigüedad. De modo que es erróneo afirmar que hasta entonces imperaba una creencia poco menos que monolítica en la planitud terrestre, si bien esa creencia tenía ciertamente sus partidarios. Hubo pues que desasnar a esa manga de brutos, hasta que la redondez de este nuestro cuerpo celeste terminó siendo por fin una verdad unánimemente admitida: así podría resumir expeditivamente el asunto quien adhiera a la idea de la historia como una marcha triunfal que conduce de las tinieblas de la ignorancia a la luz del saber.
Malas noticias para ese boletín: hay, hoy, gente que niega que la Tierra sea un esferoide y afirma, en cambio, que tiene forma de disco, cuyo centro sería el Polo Norte y cuyo borde estaría ocupado por una masa de hielo que vendría a ser la Antártida. Son los “terraplanistas”, que han crecido en número y ganado en visibilidad en los últimos tiempos, pero que tienen antecedentes en el siglo XIX y una renovada existencia formal desde mediados del siglo XX, cuando en 1956 se creó la “Flat Earth Society”, o “Sociedad de la Tierra Plana”.
Los terraplanistas prosperan en las redes sociales y han organizado algún encuentro internacional, como en marzo pasado en la ciudad bonaerense de Colón. Un año antes, el señor Mike Hughes, un terraplanista estadounidense, ex chofer de limusina e ingeniero aeronáutico aficionado, alcanzó cierta notoriedad cuando por medio de una colecta a través de internet logró hacerse con la plata necesaria para construir un cohete y lanzarse al espacio, con el propósito de observar el planeta desde lo alto. El cohete se elevó apenas unos 570 metros, y terminó estrellándose en el desierto de Mojave, en California.
¿Qué necesidad? Imágenes de la Tierra desde el espacio sobran. Sí, pero las produce el “sistema”, que desde siempre busca embaucarnos para manipularnos mejor. El terraplanismo es un conspiracionismo, uno más, que enarbola como fundamento ético-político de su causa el combate contra los grandes titiriteros que operan en las sombras. Porque el pueblo quiere saber de qué se trata.
Hay quien se alarma ante el avance de este movimiento, que sin embargo no reúne más que algunas decenas de miles de adeptos en el mundo, dedicados, como tantos otros, a promover con fervor una tesis delirante. Después de todo, cada quien cree en lo que quiere: en una Tierra plana, en el Chupacabras, en panes que se convierten en peces o en las virtudes terapéuticas del agua de Querétaro. Sería tan indeseable como peligroso proscribir la propagación de falsedades, ya que tal cosa implicaría la imposición de una verdad – científica, por ejemplo –, con lo cual se desembocaría en una suerte de teocracia de recambio, donde el dogma es uno solo y los heterodoxos van a la hoguera.
El principio se enuncia fácilmente, pero a la hora de aplicarlo, como suele pasar, el problema se complica. No todas las creencias son iguales, y algunas son capaces de causar daño: en los foros terraplanistas proliferan también los discursos antivacunas, por ahí andan los negadores del cambio climático y, de larga data ya, los distintos avatares del creacionismo. Con esta muchachada la persuasión rara vez funciona, de manera que hay que resolver qué se hace colectivamente: ¿se deja hacer y decir lo que sea a pesar de las consecuencias, incluso para terceros, o se poda el árbol de lo que consideramos como mamarrachos, eligiendo, con el mayor cuidado que sea posible, las ramas realmente nocivas?
Suerte con la respuesta.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 17.06.2019
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.
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