Por Emiliano Cotelo ///
La irrupción de Juan Sartori como precandidato presidencial ha sido todo un revulsivo, para el Partido Nacional y para el sistema político en su conjunto. En particular, reavivó en Uruguay el debate sobre cómo se financian los candidatos y lo partidos, qué problemas tiene el sistema vigente y cuáles deberían ser las mejoras. Un debate de primera importancia en el mundo y que en nuestro país quedó trunco el año pasado, cuando naufragó en el Parlamento el proyecto de ley que impulsaba el Frente Amplio y que no salió por la discrepancia de uno de sus diputados, Darío Pérez, y porque la oposición rechazaba varias de sus disposiciones, alegando que había faltado tiempo para el análisis en comisión.
Un caso como el de Sartori pone sobre la mesa algunas preguntas relevantes: ¿Hay que establecer un tope al dinero que un candidato puede poner de su propio bolsillo? Si no se fija ese límite, ¿se genera una ventaja indebida para ese dirigente por sobre otros políticos que carecen de fortuna personal? Y además, ¿cómo se conoce el origen real y último de los fondos de un político multimillonario? ¿Se trata solo de ahorros producidos por buenos negocios o puede haber detrás contribuciones escondidas provenientes de oscuros intereses?
Todas esos puntos se han planteado, explícita o implícitamente, en las discusiones de las últimas semanas.
El contra-ataque de Sartori y su equipo ha sido astuto y ha abierto varios flancos en las prácticas aceptadas hasta ahora. Por ejemplo: ¿Es más sana la forma cómo se han financiado hasta este momento los otros grupos y candidatos? Para ser más precisos: ¿es digno ir a golpear puertas de empresas y empresarios en busca de donaciones? ¿En qué medida se pierde independencia al “pasar la gorra” de esa manera? Pero además: ¿Cuánto tiempo y energía se desperdician en esa peregrinación?
Se le cuestionó a Sartori que paga por todo: se paga a los dirigentes que se le suman en ciudades del interior, a los operadores que lo apoyan en los barrios y hasta a las personas que asisten a algunos actos, trayéndolas incluso de puntos muy lejanos del país. La respuesta fue que su campaña utiliza prácticas que, con mayor o menor grado, han usado todos los partidos, sólo que en su caso aparecen explicitadas y llevadas al máximo de la organización. Y en la contestación apareció un interrogante adicional e incómodo: ¿cuántos dirigentes y operadores de los partidos son empleados públicos en comisión o secretarios de los despachos de parlamentarios que descuidan la tarea legislativa y se dedican a la campaña? ¿Y los aportes obligados que los jerarcas deben hacer de sus salarios públicos a las arcas de sus partidos? ¿Y el uso en las campañas de los teléfonos –fijos y celulares- abonados por el presupuesto del Estado, junto con las computadoras de las oficinas, el café, el agua mineral y el papel de esas oficinas? Y hay otro capítulo más: la publicidad oficial, del gobierno nacional o de gobiernos departamentales, ¿no termina apuntalando a algunos partidos, sectores o líderes? Por todas esas vías toda la sociedad, está financiando, sin saberlo, una parte de las campañas. Y no las de todos los candidatos; ese es un privilegio de aquellos que ya tienen presencia en ministerios, empresas públicas, intendencias o el Parlamento. En cambio, no tienen acceso a esas ventajas los candidatos o partidos que se largan a la carrera electoral desde el llano.
Por ese motivo, entre otros, cabe otra preguntarse: ¿Y si las campañas y hasta el funcionamiento cotidiano de los partidos fueran financiados íntegramente con fondos públicos?
Hoy ya existe un escalón en esa dirección: cada partido recibe un pago de Rentas Generales por cada voto que obtiene en las elecciones. Y además está el otro financiamiento estatal oculto que yo mencionaba recién y que usufructúan solo algunos. De todos modos, esos recursos que el Estado ya pone no alcanzan y por eso se va en busca de donaciones privadas. Esto último termina siendo, de hecho, una especie de impuesto destinado a financiar la política. Pero es un impuesto forzado, informal y desparejo. ¿No será mejor quitarle a empresas, empresarios y ciudadanos ese “pechazo” que los partidos les hacen periódicamente? ¿No será más lógico ir a un esquema en que el Estado mismo le pase esa masa de dinero a los políticos, de manera regulada y transparente?
Aunque resulte chocante, esa posibilidad no es un delirio. Tiene antecedentes en el mundo. Pero, claro, no sería sencilla de implementar y abriría nuevas polémicas. Por ejemplo, aparte de lo que recibieran del Estado, ¿los candidatos podrían poner dinero propio? ¿Habría que fijar topes a la publicidad electoral que se pautara en los medios de comunicación que operan con permisos del Estado, como la televisión o la radio? ¿Y qué limitaciones deberían estipularse a la publicidad oficial, tanto la que se pauta pagando como la de “bien público” que se emite de manera gratuita?
En fin, ese es un camino posible. Y, si no sirve, hay otros modelos.
Lo cierto es que el marco legal vigente en Uruguay no alcanza. Se ha introducido la obligación de rendir cuentas de los ingresos y los egresos, se ha restringido los montos de los aportes privados y se ha acotado la duración formal de las campañas electorales. Pero esas reglas son débiles, los propios partidos que las crearon las incumplen o las burlan elegantemente y, del otro lado, no existe la posibilidad de aplicar sanciones.
Esa zona gris tan amplia le hace mal a la democracia uruguaya y a los partidos políticos. Si el desafío no estuviera claro a partir de la evidencia acumulada en las últimas décadas en el mundo, por lo menos debería reaccionarse ante el tendal que dejó y sigue dejando en nuestro continente el “escándalo Odebrecht”.
Resulta imprescindible reducir al mínimo la dependencia económica de los partidos respecto a operadores privados y al mismo tiempo hay que otorgar las condiciones más parejas que sea posible a todos los que se lanzan a la competencia. Y para todo eso una de las claves está en la transparencia.
¿Cuál es la fórmula más adecuada al Uruguay? La discusión, lamentablemente, no se va a laudar ahora pero va a sobrevolar todo este año electoral. Y si queremos que la reflexión sea productiva y llegue a buen puerto cuanto antes, al comienzo del próximo período de gobierno, conviene empezar por ordenar nuestras dudas y analizar con seriedad qué se está haciendo en el resto del planeta.
Quizás ese pueda ser el aporte de En Perspectiva en un tema en que, como en otros, mucha gente está presa de prejuicios y generaliza sin salir de la simpleza de los preconceptos y las suspicacias. Uno de ellos, que se palpa en las calles y las redes sociales, es que “todos los políticos están por la plata”. No es así: muchos ofrendan en su actividad, además de tiempo y esfuerzo, su propio patrimonio, por cierto bastante más modesto que el de Sartori; esta misma semana conocimos algunos ejemplos en nuestro programa.
Uruguay es -sigue siendo- un país con políticos de buena madera, personas que, en su mayoría, sólo procuran mejorar la vida en su comunidad y dedican a ello lo más valioso de sí mismos, por suerte para todos nosotros, votemos lo que votemos, e, incluso, si no votamos.
Ahora falta que esos políticos salden cuanto antes la deuda que tienen con la sociedad, aprobando una nueva y exigente regulación del financiamiento de partidos y campañas electorales, o sea, su propia auto-regulación. Despejarán de esa manera sospechas y cuestionamientos, ganarán en credibilidad y conseguirán mayor involucramiento ciudadano, que es la savia esencial para que se mantenga vivo el árbol de la democracia.
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Emitido en el espacio En Primera Persona de En Perspectiva, viernes 31.05.2019
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