Por Mauricio Rabuffetti ///
Los uruguayos tenemos un gran problema en nuestra relación con el Estado y en nuestra concepción de las obligaciones que un Estado tiene con su población. Pensar que desde el sector público se deben solucionar los problemas de empresas privadas que se revelan inviables económicamente nos ha costado montones incalculables de dinero. No conformes con eso, nuestros gobernantes llegan incluso a respaldar la creación de empresas privadas que dependen de fondos públicos, de dinero que nos pertenece a todos.
Es cierto que tenemos el privilegio de vivir en una sociedad que tiene rasgos de solidaridad bastante marcados y eso, en el fondo, es algo bueno. Es bueno y necesario que nos preocupemos por los trabajadores que pierden su empleo. Para eso disponemos de un seguro de desempleo, algo que no existe en todos los países del mundo. Creo que en el fondo, estamos casi todos de acuerdo. El problema es la forma.
El paso de los años ha demostrado que las decisiones sobre los proyectos que se apoyan a través de mecanismos de solidaridad colectiva como el Fondes han sido, en muchos y notorios casos, desacertadas. El año pasado, el ministro de Economía Danilo Astori anunciaba modificaciones a este sistema que se había convertido en una especie de gran “salvavidas” para empresas en dificultades. Astori habló de manejar con “cuidado esta herramienta” para “evitar asociarla a experiencias fracasadas”. Del dicho al hecho, el trecho parece bastante largo.
El presidente del Instituto Nacional del Cooperativismo Gustavo Bernini reconoció en una reciente entrevista al semanario Búsqueda que existe una “alta morosidad” de algunos emprendimientos que fueron rescatados por el Estado. Y admitió también que buena parte de esos montos deberán ser pasados a pérdida. En buen romance, ese dinero que era de todos se fue.
Esta situación, que llega a su punto culminante en la grave y casi terminal crisis que atraviesa la aerolínea Alas Uruguay, que se desfinanció en pocas semanas, no se explica solo por el fracaso de administradores, por falta de previsión o por el voluntarismo político con el que se decide, desde el Gobierno, apoyar a uno u otro emprendimiento fallido.
Tenemos un problema cultural básico: como sociedad, creemos con todas nuestras fuerzas en un Estado paternalista, en un Estado salvador, en un Estado omnipresente que como un padre estará siempre dispuesto a tendernos una mano. Como contrapartida, en Uruguay, la culpa de casi todo lo que no funciona la tiene el Estado.
Este Estado gigántico del que con frecuencia nos enorgullecemos y al que mucho criticamos, en una suerte de juego bipolar inexplicable, atraviesa hoy una delicada coyuntura económica con altos déficits públicos en un contexto de desaceleración, que fue corroborado por las últimas cifras de la economía.
Es que un país no puede tener más del 16 % de su población económicamente activa trabajando para el sector público. Si se suman quienes indirectamente viven del sector público, con seguridad, la cifra sería espectacularmente más alta. Tan alta como el absurdo número de legisladores nacionales y departamentales, o de intendentes que tenemos para ser apenas 3 millones y medio de habitantes. No es posible que ingresar al Estado sea un objetivo en la vida de trabajadores jóvenes. Sin embargo, cada llamado a aspirantes muestra que para muchos, trabajar para el Estado, lo vale todo.
Tenemos un serio problema cultural que radica en la sobrevaloración de la seguridad laboral que ofrece el sector público. Los privilegios que ofrece nuestro Estado a sus empleados explican en buena medida este problema. Esos privilegios terminan extendiéndose incluso a empresas quebradas, bajo la forma de seguros de paro indefinidos en el tiempo pagados por todos nosotros, una situación totalmente injusta con los trabajadores que no reciben este beneficio.
Lo dicho, tenemos un problema cultural. Hasta tanto no logremos inculcar en nuestros niños y jóvenes la idea de que iniciar proyectos propios es un valor a cultivar; hasta que no veamos que es una solidaridad malentendida el malgastar dinero de todos en tratar de salvar a todas las empresas fundidas y no solo a aquellas que se revelan viables o estratégicas, previo estudio de factibilidad; hasta que no empecemos a discutir en serio de cómo reformar el Estado para acabar con los privilegios de funcionarios públicos sobreprotegidos, seguiremos viendo Alas U volando, y desapareciendo en el horizonte, para siempre.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, miércoles 6.04.2016
Sobre el autor
Mauricio Rabuffetti (1975) es periodista y columnista político. Es autor del libro José Mujica. La revolución tranquila, un ensayo publicado en 20 países. Es corresponsal de Agence France-Presse en Uruguay. Sus opiniones vertidas en este espacio son personales y no expresan la posición de los medios con los cuales colabora.