Editorial

Higiene en campaña

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Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi

Una campaña electoral sin publicidad en los medios audiovisuales ni en la prensa, y casi sin publicidad en la vía pública: apenas un par de semanas para pegar afiches en paneles metálicos que se instalan en algunos lugares predeterminados, y desaparecen al día siguiente de la elección.

Una campaña electoral con espacios gratuitos en radio y televisión para cada uno de los candidatos, cuya presencia en los medios, por otra parte, debe ser equitativa hasta el comienzo de la campaña oficial, para pasar a ser estrictamente igualitaria durante ese período, que dura quince días.

Una campaña electoral en la que el gasto total de cada candidato no puede superar un tope predeterminado, en la que el Estado se hace cargo de los costos de impresión y de distribución de listas y de afiches, y reembolsa hasta un 47,5 % del tope máximo autorizado a los candidatos que hayan obtenido al menos 5 % de los votos válidos.

Una campaña electoral en la que el Estado adelanta una suma a todos los candidatos, que descuenta luego a la hora del reembolso, en la que los candidatos deben presentar una declaración de patrimonio que se hace pública al menos quince días antes de la elección, y cuyas cuentas de campaña van a parar a una institución independiente que las controla, las aprueba o las observa, y puede incluso invalidarlas, en cuyo caso el candidato desprolijo tiene que pagar de su bolsillo los excesos.

Una campaña electoral en la que las personas morales – empresas, fundaciones, u otro tipo de organizaciones – no pueden aportar fondos, y las personas físicas no pueden contribuir más allá de cierto monto, siempre y cuando no sean personas extranjeras, cuyas contribuciones están totalmente prohibidas.

Así es una campaña electoral en Francia, como la que está corriendo para las elecciones presidenciales e ingresa hoy, a dos semanas de la primera vuelta, en su fase “oficial”. Existen muchas otras disposiciones, no solo respecto de las campañas electorales, sino del financiamiento de los partidos políticos en general, que se han ido acumulando desde fines de los años ochenta, cuando reventaron escándalos mayúsculos y corrieron torrentes de barro con el inconfundible olor fétido de la plata sucia.

Desde entonces, una ley tras otra – la última es del año pasado – han ido apretando cada vez más las tuercas de la reglamentación y el control, han creado organismos e instituciones para ejercerlo, y han establecido penas para los infractores. Si las cuentas de campaña no cierran, por ejemplo, un candidato a diputado puede ser declarado inelegible por un juez electoral; en el caso de una elección presidencial, el resultado no se invalida, pero el candidato paga. Esa situación habría podido darse en 2012 si Nicolas Sarkozy hubiera ganado las elecciones, ya que presentó, sin éxito, una contabilidad maquillada para ocultar que había gastado casi el doble de los 22 millones de euros permitidos.

El sistema no es perfecto ni mucho menos, y quizá la presencia en estas elecciones presidenciales de un candidato como François Fillon, procesado por corruptelas varias, pueda ser vista como la mejor demostración del conocido adagio que asocia la ley y la trampa. Sin embargo, a Fillon no se lo acusa de haber robado para la corona, sino para sí mismo, y no se trata, por lo tanto, de un caso de financiamiento ilegal de actividades políticas en sentido estricto. De todas maneras, nuevos huecos quedaron al descubierto, y más de un candidato actual ha prometido, si gana, una nueva ley de “moralización de la vida pública”.

Si bien no hay modelos que deban copiarse, el sistema francés tiene al menos la virtud, en tiempos de cambio Nelson, de mostrar dos o tres cosas obvias, pero aun así interesantes. En primer lugar, que la democracia y la república no son gratis, pero que vale la pena pagarlas. En segundo lugar, que las reglas y el control son preferibles a su ausencia. En tercer lugar, que se puede vivir muy bien, en un régimen de libertades y de pluralismo político, sin publicidad electoral, esa máquina de intoxicar que, por añadidura, cuesta cara. Por último, y lamentablemente, que casi siempre hace falta que estalle un forúnculo para que la vista del pus conduzca a tomar medidas.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 10.04.2017

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.

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