Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi
Un ómnibus interdepartamental, un viaje de un par de horas. Mi asiento está del lado de la ventanilla. Me instalo, y comienzo a vivir una experiencia que conozco ya, repetida tantas veces desde hace algunos años: la de ingresar, involuntariamente, en episodios de vidas ajenas, relatados sin pudor y a voz en cuello por sus protagonistas; historias que llegan a mis oídos en fragmentos, que se tramitan a dos voces pero de las que solo surca el aire hasta mí lo que profiere una de esas voces, ajena e indiferente a mi presencia en las inmediaciones.
Así, en las dos horas de viaje, una señora sentada no lejos de mí empleó más de sesenta minutos para ocuparse, en diálogos sucesivos con varios interlocutores, de un percance de su hija, sobrina, ahijada o vaya uno a saber qué exactamente – he ahí el tipo de detalles que el carácter fragmentario de las conversaciones deja en el cono de sombras de la indefinición. La persona en cuestión – hija, sobrina, ahijada, etc. – tenía que asistir a una clase, pero había sufrido un accidente fecal y se hallaba presa de un ataque de nervios; desde el ómnibus en que viajaba conmigo, la señora que sin tomar en cuenta que había gente a su alrededor intentaba resolver el problema, daba instrucciones a otros allegados sobre la manera de hacerse cargo del asunto, conminaba a la mujer nerviosa por su infortunio intestinal a calmarse, prometía llevar una bombacha a la salida de la clase, aseguraba que iba a llegar a tiempo para cumplir su promesa, y puntuaba el fastidio que le producía la situación con insignes palabrotas, de ésas que aluden a la prostitución de las madres, a los genitales y a los excrementos.
Entretanto, y solapándose de a ratos con la administración de esta crisis, desde atrás asomaba el sonido, también estentóreo, de otra voz, que anoticiaba al conjunto del pasaje acerca del contencioso que un individuo tenía con un sanitario, al parecer inepto, irresponsable y hasta inescrupuloso, que no había completado debidamente la limpieza de un tanque de agua a pesar de haber cobrado el trabajo por adelantado. De guiarse por las amenazas y los insultos del presunto perjudicado, los argumentos del sanitario no debían ser del todo convincentes. De pronto, del otro lado del pasillo del ómnibus surgió una historia competidora, referida a los problemas de salud de alguien llamado Oscar, de cuya internación y cateterismos vine a enterarme a mi pesar, ya que otra señora dedicó una decena de minutos a narrárselos a un tercero.
¿Por qué tengo yo que estar escuchando esto? ¿Por qué quien viaja a mi lado grita – sí, grita – “llego en veinte”? ¿Por qué, sumados a estas conversaciones, me veo además sometido a los gorjeos ininterrumpidos que advierten sobre el descenso de algún mensaje de texto o sucedáneos? ¿Por qué estar en un sitio público rodeados de otras personas no sofrena los impulsos telefónicos de quienes sin inmutarse ventilan despreocupadamente sus entrañas? ¿Por qué a tantos les da lo mismo el baño de sus domicilios que un ómnibus a la hora de verter sus espesuras privadas, incluso íntimas, a menudo con el jardín del lenguaje invadido por el yuyo negro que brota en las cloacas del vocabulario?
No lo sé, ni sé hasta qué punto estoy solo o acompañado en mi asombro y en mi desagrado. Sí sé, en cambio, que si se quisiera, llegado el caso, poner remedio a este aspecto como a otros de la privatización cerril e invasora del espacio público, no basta con encomendarse a lo que con el tiempo pueda producir un “cambio cultural”, cuya invocación se parece mucho a un suspiro de resignación, cuando no a una coartada. El territorio común, compartido, colectivo, público, está vertebrado, de hecho, por las prohibiciones. Cierto es que tienen mala prensa, y si se adoptan hay que tomarse además el trabajo de hacerlas cumplir, pero bien mirado, prohibir es una libertad que en ocasiones hay que tomarse.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 26.12.2016
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.