Por Emiliano Cotelo ///
En Primera Persona
En Uruguay, votar es obligatorio.
Los “pro” y los “contra” de esta característica de nuestro sistema electoral dan para una debate largo y profundo. Pero este comentario no va por ese lado.
Hoy quiero detenerme en algo absurdo que esconde nuestra legislación y que en estos días, ahora que culminó el ciclo electoral, le está quitando tiempo y dándole dolores de cabeza a mucha gente. Algo absurdo que afianza esa imagen que muchos tienen del Uruguay como un país burocráticamente insólito.
Me refiero a que aquí no sólo es obligatorio votar, sino que también es obligatorio andar por la vida con un papelito innecesario. En caso de que hayamos votado, ese papelito es la constancia del sufragio, emitida por la mesa receptora el día de la elección. En caso de que no hayamos votado, el papelito tiene dos posibilidades: una constancia de que, después de las elecciones, fuimos a la Junta Electoral de nuestro departamento y justificamos de manera valedera nuestra abstención (por ejemplo, porque estábamos de viaje) o una constancia de que pagamos la multa, si no teníamos ninguna excusa aceptada por la ley.
Quienes no cuenten con uno de esos tres papelitos se exponen a un cóctel potente de sanciones, por ejemplo la imposibilidad de: rendir exámenes en la Universidad de la República, cobrar el sueldo o la jubilación, participar en licitaciones del Estado, ingresar a la administración pública, realizar escrituras y hasta comprar pasajes para viajar al exterior. Ah, y también están previstas sanciones para el funcionario público, el empleado privado o el escribano que no controle que el ciudadano presente esa constancia cuando va a realizar alguno de esos trámites.
Yo sé que esta exigencia del papelito no es un tema fundamental. No sé le va la vida al país en esto. Puede ser. Pero no es menos absurdo por eso.
La semana pasada, el senador del Partido Independiente Pablo Mieres presentó un proyecto de ley en el que se elimina la obligación de presentar una de esas constancias y por lo tanto también se elimina las sanciones quienes deben pedirla y controlarla y no lo hacen.
A cambio, Mieres propone que la Corte Electoral, que posee la lista de las personas en omisión, la envíe al Banco de Previsión Social (BPS) y a las Cajas Paraestatales y Estatales “para que estos organismos descuenten a jubilados y pensionistas del siguiente pago el valor equivalente a la multa”. A su vez, el BPS deberá enviar el listado a las empresas para que estas hagan el descuento a sus empleados que no votaron o justificaron el no voto, actuando como agentes de retención, y envíen el producto de la recaudación a la Corte Electoral.
Puede sostenerse que esta solución de Mieres es buena, que es mala o que hay otras mejores. Pero da en el corazón de una incoherencia con la que carga el sistema y que es completamente anacrónica: El absurdo de tener que guardar durante meses o años un pequeño papelito.
No tiene ningún sentido trasladar a la ciudadanía la obligación de probar, ante una oficina, una información que el Estado ya posee, en otra de sus oficinas. Hace años que la tecnología permite cruzar esos datos. Desde 2013, por ejemplo, ya no es necesario el certificado de Jura de la Bandera ni la Partida de Nacimiento, que antes se exigían para iniciar determinados trámites.
El Estado viene haciendo esfuerzos interesantes por aggionarse y entrar de lleno en lo que se conoce como el gobierno electrónico. Ahí están, como avances, los expedientes digitales, los mecanismos de acceso a la información pública y la posibilidad de realizar gestiones en línea.
No obstante, por lo visto, queda mucho por hacer.
Lo que estoy comentando hoy es un tema pequeño, tal vez un detalle. Pero es un obstáculo que se interpone en la vida cotidiana de la gente. Y resulta que para corregirlo se necesita una ley. Bueno, tenemos casi cinco años para trabajar en él. Ojalá que en 2020 no tengamos que desempolvar este editorial para volver a emitirlo.