Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi
La ley 19.210, de “Acceso de la población a servicios financieros y promoción del uso de medios de pago electrónicos”, más conocida como de inclusión financiera, contiene algunas disposiciones, en particular referidas a la bancarización obligatoria, que no sólo no son del gusto de todos, sino que existen, como es sabido, iniciativas para derogarlas.
Concretamente, la Cámara regional de empresarios y comerciantes del Este y, por otro lado, el abogado Gustavo Salle, promueven sendas recolecciones de firmas en aras de someter a referéndum enmiendas constitucionales que anulen esos contenidos de la norma. Por su parte, el senador Luis Lacalle ha declarado su apoyo a la operación de la Cámara del Este (no así, hasta donde sé, a la del señor Salle), y es autor de un proyecto de ley en el mismo sentido, cuyas probabilidades de prosperar en esta legislatura son tan altas como las de ver al Barça goleado por Basáñez en el Camp Nou.
La fronda anti-bancarización compulsiva enarbola, como argumento principal, el de la libertad: seamos libres de usar los medios de pago y de cobro que queramos a la hora de efectuar nuestras transacciones, y alcémonos contra la pretensión del Estado de obligarnos a hacerlo de tal o cual manera. Tal es, en síntesis, la fórmula rebelde, cuyo enunciado suena muy redondamente libertario, aunque no escape a nadie que la libertad invocada tampoco existía antes de la ley, ni existirá en el futuro por más que los recolectores de firmas y sus compañeros de ruta tengan éxito: no era ni será posible – al menos, nadie lo ha propuesto – pagar salarios y jubilaciones en yuanes, en granos de maíz o con palabras de agradecimiento.
La invocación de la libertad en este asunto parece pues un tanto facilonga. Vista desde otro ángulo, es además llamativamente parcial. Más allá del poco aprecio que se tenga por la “inclusión financiera”, de la extrañeza semántica de ver asociados esos dos términos, y de la tirria que pueda despertar la intermediación forzosa de instituciones aborrecibles cuyo propósito es hacer plata con nuestra plata, resulta por lo menos curioso, sobre todo viniendo de un legislador, que se ponga en entredicho una norma por establecer una obligatoriedad.
Si obligar – o prohibir, que es otra forma de obligar – atentara contra la libertad de manera tan insoportable como se alega, pocas son las leyes y pocos los decretos, resoluciones u ordenanzas que debieran quedar en pie. Habría que revisar hasta la Constitución de la República, que dispone, por ejemplo, la obligatoriedad del voto (art. 77), de la enseñanza primaria y media (art. 70), o del “cuidado y educación de los hijos” por parte de los padres (art. 41). También obliga a todo habitante de la República a “cuidar su salud” y a “asistirse en caso de enfermedad” (art. 44), así como a las empresas a proporcionar “alimentación y alojamiento adecuados” a sus trabajadores, cuando éstos deban permanecer “en el respectivo establecimiento” (art. 56). De hecho, el artículo 10 de la Constitución estipula que “ningún habitante de la República será obligado a hacer lo que no manda la ley”, lo cual equivale a decir que la ley obliga.
Véase si no, por poner un caso, la ley 19.061, de seguridad vial, y su letanía de obligaciones: a los niños de hasta 12 años a viajar en los asientos traseros de los vehículos, a usar cinturón de seguridad, a portar casco si se es ciclista, a vestir chaleco o campera reflectivos si se transita en motocicleta, y demás. Son obligatorios también el pago de impuestos, la presentación de receta médica para la compra de ciertos medicamentos, denunciar un delito si se es funcionario público, la vacunación contra ocho enfermedades, jurar la bandera, tramitar el carné de salud para ejercer una actividad laboral, afiliarse a una AFAP si se es un trabajador, y así.
La lista puede estirarse lo suficiente como para pasmar de espanto a toda organización patronal y a cualquier senador bisnieto que crean que la imposición normativa de obligaciones es liberticida. Puede considerarse, por supuesto, que una u otra obligación es inconveniente o inútil, y otro tanto vale para las prohibiciones. Oponerlas gruesamente y sin más a la libertad linda, en cambio, con el macaneo. A menos que se tenga en mente otro tipo de sociedad, e incluso la ausencia de sociedad, puesto que vivir juntos necesita reglas, y las reglas, inevitablemente, obligan, prohíben, o ambas cosas.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 28.08.2017
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.