Por Miguel Pastorino ///
En nuestros días la tendencia general es identificar felicidad con cosas que supuestamente nos dan bienestar, pasarlo bien en forma ininterrumpida, un placer continuo sin ninguna dirección y sin pausa. Paradójicamente, la pasión por tenerlo todo y vivir con la mayor seguridad y bienestar imaginable es la raíz de mucha ansiedad y de situaciones que lamentamos, porque la vida está llena de frustraciones, sufrimientos y adversidades que en la mayoría de los casos escapan a nuestro control y no se pueden esquivar. Otros, a lo sumo viven con la esperanza de que algún día podrán ser felices, cuando alcancen objetivos que son posibles, pero que a la larga no les completan. Y es que en una sociedad donde la vida se puede llenar de muchas maneras, las posibilidades de sentirse insatisfecho aumentan considerablemente.
A su vez hoy asistimos a un exhibicionismo de una felicidad artificial. Hay que mostrar por todas partes que se es muy feliz y que se lo pasa muy bien. Las imágenes retocadas de las redes sociales, la selección de momentos “paradisíacos” para mostrar a todos lo bien que se vive, es lo que Lipovetsky ha denominado: “Superexhibición de la felicidad”, donde consumismos el espectáculo de la vida “feliz” de los otros. Hacer alarde de satisfacción ha adquirido derecho de ciudadanía: las vacaciones fueron “geniales”, la vida que llevamos es “fantástica, increíble”.
Hemos pasado de buscar prudentemente la “felicidad” a proclamarla a los cuatro vientos en las redes sociales y reducida a pura “imagen”, pura fachada. La publicidad la ha vuelto un producto de mercado. Asistimos a una presión social por ser feliz, o por aparentarlo, que antes no existía. Esto claramente no hace que seamos más felices, más bien crea mayores dramas existenciales.
Aristóteles escribió con claridad que la mayoría de los hombres se equivoca cuando sitúa la felicidad en el éxito personal, la riqueza o el honor. Se equivocan porque todos estos objetivos son efímeros, demasiado materiales, no dependen de nosotros y nos obligan a vivir pendientes de ellos, con el constante temor a perderlos. La ética de Aristóteles se propone explicar que sólo intentando vivir rectamente y como es debido se puede ser feliz. El sentido original de la palabra que traducimos por felicidad se refería en los antiguos griegos a una “vida humana completa”, una vida plena, donde lo importante no era el “tener”, sino el “ser”. Es tener una vida lograda, ser una buena persona, donde los bienes más altos son inmateriales y no se pueden comprar, solo cultivar en uno mismo.
John Stuart Mill escribió al respecto que: “Pocas criaturas humanas consentirían pasar al estado de uno de los animales más inferiores con la promesa de conseguir el placer de las bestias… Un ser que tiene facultades superiores necesita algo más para ser feliz”.
La filósofa española Victoria Camps a propósito de la educación escribe: “La contradicción no puede ser mayor. Los mismos padres que tanto cuidado tienen de que sus hijos no sean unos frustrados y que les dan todo lo que les piden consintiéndolos y sobreprotegiéndolos parecen no darse cuenta de que la insatisfacción de todos sus deseos y la creación de una expectativa tras otras, a la larga sólo causará más frustraciones, muchas más de las que derivan de un capricho momentáneo insatisfecho… Lo que los menores esperan de los adultos, aunque no sepan formularlo así, es que les enseñen a ser felices en lugar de consentirles todos los caprichos estúpidos que se les ofrecen”. Y es que cuando los estímulos y ofertas son ilimitadas y todas posibles, todo termina siendo insustancial e irrelevante, todo termina aburriendo. Cuando las cosas no nos cuestan, no tienen importancia.
El neurólogo y psiquiatra judío, Víctor Frankl, sobreviviente de los campos de concentración nazis, enseña que la felicidad es la consecuencia de una vida con sentido, de una plenitud interior que no se ve aplastada por los factores externos, por más duros que sean. Y el sentido lo da un amor grande, valores altos por los que vivir y una vida espiritual.
Si como enseña Frankl, la felicidad de las personas tiene más que ver con la voluntad de dar un sentido a la vida, una finalidad, una dirección, más que con pasarlo bien y tener todo lo que se desea, ¿no significa que los padres y educadores deberíamos preocuparnos por enseñarles a nuestros hijos a vivir con un propósito que brinde sentido a sus vidas, en lugar de obsesionarnos con que estén “siempre contentos”?
Para el espacio Voces en la cuarentena de En Perspectiva
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