Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi
Donald Trump quiere deportar inmigrantes. Donald Trump quiere impedir su ingreso, por ejemplo, construyendo un muro en la frontera con México. Donald Trump quiere, por lo menos en esos rubros, continuar la política de sus predecesores: he ahí una política de Estado. Donald Trump quiere, pero aún no puede, bloquear el ingreso a Estados Unidos de personas provenientes de siete países de población mayoritariamente musulmana. Todo eso que Donald Trump quiere, que sus electores presumiblemente también han querido al votarlo, y que los gobiernos que precedieron al suyo han practicado, aunque con menos estridencia, es solo una versión, un episodio, una erupción más de un asunto que sobrepasa, con mucho, al nuevo presidente de Estados Unidos, a quien tantos aman odiar.
No es mi propósito asumir la defensa de este personaje, entre otras cosas porque no tengo la más mínima simpatía por sus ideas, sus actos ni lo que podría llamarse su estilo. Tampoco me interesa sumar mis consideraciones horripiladas a las que abundan ya y que, por densas y repetitivas, han contribuido a sobredimensionar el fenómeno de este presidente-magnate o magnate-presidente, como se prefiera. El señor Trump es un síntoma, un punto de exclamación en una frase larga, una mancha más en una tela muy sucia.
Hace ya muchos meses, en esta misma columna, cuando el hoy presidente de Estados Unidos anunció su candidatura y su intención de levantar un muro en la frontera con México, me referí a otros muros, vallas y alambrados europeos, que ya existían, estaban en construcción o habían sido proyectados con el mismo objetivo: frenar inmigrantes, cerrar el acceso, cortar el paso. Desde mucho antes que Donald Trump empezara a escupir sus ganas de deportar, su voluntad de prohibir el ingreso de ciertas categorías de personas y de levantar barreras fronterizas, muchos partidos y movimientos en Europa se alimentaban ya de la misma carroña. Algunos llegaron al gobierno, otros ganaron referendos, otros más han crecido con las raíces bien plantadas en el estiércol de la xenofobia y el racismo.
Estas bellezas ideológicas y políticas no esperaron al señor Trump, ni a que se produjera, en los últimos años, la mal llamada “crisis de los refugiados”. Ya estaban allí desde hace décadas, regando con agua oscura el jardín de sus plantas carnívoras, al acecho de cualquier culpa que pudiere cargarse a la cuenta de los extranjeros, enamorados con furia del encierro y las expulsiones. Hoy tienen viento en la camiseta, un socio pesado del otro lado del Atlántico, y un viejo cómplice en Moscú. También tienen votos, muchos más que antes, así como los tuvo el señor Trump para llegar a la presidencia estadounidense.
Los votos pueden dar legitimidad, pero no obligan a respetar ni a guardarse la crítica y el rechazo. Hay sin embargo otra razón, más convincente, para meditar mejor la condena moral antes de lanzarla con una mueca de desagrado, y cabe en una pregunta: ¿qué pasaría si esos inmigrantes, esos extranjeros, estuvieran entre nosotros? A una amiga uruguaya de paso por París le propuse ir a tomar un té a la menta a la cafetería de la mezquita, pero prefirió un refresco en lata, porque, según me dijo, los árabes le daban asco. Un conocido, también de paso por París, me confesó haber sentido un poco de miedo al caminar por algunos barrios donde “casi no hay blancos”. Un tercero me confió su aversión por los asiáticos, explicándome simplemente que “no son como nosotros”. Y así.
Anécdotas, casos aislados quizá, pero que integran una lista lo bastante larga ya como para sospechar que todo lo que en Uruguay supimos de inmigración, y fue mucho, ha ido olvidándose con el tiempo, hasta que un día un puñado de sirios en la plaza Independencia bastó para causar sobresalto. Cuando vuelvan los inmigrantes al Río de la Plata, y no hay por qué pensar que no va a ocurrir, la indignación que hoy se expresa a lo lejos podrá demostrar que es algo más que un humanismo de bolsillo. Ojalá.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 13.02.2017
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.