Por Miguel Pastorino ///
Un virus ha puesto patas para arriba nuestros esquemas y modos de vivir. La enfermedad y la muerte no distinguen ideologías, ni clases sociales. Esta situación ha generado reacciones muy fuertes de responsabilidad y solidaridad que nos recordaron que “estamos todos en la misma barca”. Ha quedado en evidencia que también a la política la salva la ética, cuando se pone al ser humano por encima de intereses particulares o partidarios, no las recetas de una u otra ideología. Por ello quisiera reparar en un aspecto de la política que parecía olvidado: “la amistad cívica” o “amistad social”. Este concepto se remonta a la filosofía política de Aristóteles, hace 24 siglos.
El exceso de pragmatismo en la política y el abandono de valores fundamentales que hacen posible la democracia ponen en crisis las instituciones y la vida cívica. Aristóteles entendía que las sociedades para poder progresar necesitan leyes e instituciones justas, pero especialmente precisan de la concordia, de la amistad cívica, sin la cual la vida pública no funciona. No son los “amigos” que elijo, sino todos aquellos seres humanos con los que comparto un destino común, aunque no les tenga un afecto personal. Describía en su Ética a Nicómaco cómo los legisladores dedicaban la mayor parte de sus esfuerzos a preservar esa amistad cívica que mantiene la paz social. En la tradición grecolatina la política no es un mero asunto de leyes, reglamentos, derechos, fórmulas y técnicas, sino que tiene como fondo la ética, el ejercicio de la excelencia en la búsqueda del bien común.
En la vida pública hay normas y leyes que hay que respetar para el buen funcionamiento de la ciudad, pero sin los valores compartidos que la hagan posible, no se sostiene la democracia.
En una situación crítica como la que estamos viviendo, muchos actores políticos han abandonado la polarización ideológica y los discursos vacíos o llenos de slogans del marketing político, para poner de relieve la importancia de la responsabilidad personal y social por el bien común, del cuidado mutuo, de la solidaridad con los que más sufren. Es como si de golpe todos nos diéramos cuenta de algo que debería ser obvio: si somos egoístas, si pensamos solo en nosotros mismos, no se salva nadie. Lo que a veces tardamos años en reconocer o cambiar, en una crisis puede acelerarse positivamente.
Cultivar la amistad cívica entre los ciudadanos es condición fundamental para la vida democrática, pero aparece con mayor relieve cuando enfrentamos un enemigo o un drama comunes. En situaciones que son verdaderos flagelos, todo queda entre paréntesis y nos damos cuenta de que es más lo que nos une que lo que nos separa, que antes que nada somos seres humanos, sin importar en qué país vivimos o cuáles son nuestras ideas políticas, filosóficas o religiosas.
El excesivo individualismo al que estamos acostumbrados ha mostrado en la crisis que es insostenible vivir pensando solo en uno mismo, porque descubrimos que los problemas de los otros también son mis problemas y que lo que hago o dejo de hacer tiene consecuencias en la vida de los demás y en el futuro de toda la comunidad.
Es cierto que vivimos en sociedades diversas, donde el pluralismo es la nota común y donde no siempre podemos contar con una “cultura común”, ni con una ética universalmente aceptada por todos. Por ello mismo necesitamos una ética mínima, unos valores compartidos que nos permitan vivir juntos y construir el bien común. Crecer en el respeto por los otros, en el cuidado de los otros y del planeta, exige una nueva sensibilidad.
La amistad cívica no suprime la dimensión del conflicto, natural al ámbito político, pero posibilita no abandonar el horizonte más amplio del bien común y no hacer del otro un objeto útil para fines mezquinos, sino ensanchar la mirada hacia fines más nobles, donde todos salgamos ganando.
La comunidad política es auténtica cuando existen vínculos reales y solidarios, que van más allá de una superficial tolerancia o de limitarse a respetar las leyes, sino de preguntarnos por qué hacemos lo que hacemos, por qué es importante pensar en el bien de los demás, respetarlos y defender su dignidad como personas. Y es que podemos salir adelante si podemos confiar en el otro, si podemos confiar en las instituciones. Incluso la economía funciona gracias a la confianza. La concordia de la que hablaba Aristóteles hace más de dos milenios sigue siendo la pieza fundamental para el sostenimiento de una política que quiera estar a la altura de cada tiempo.
Para el espacio Voces en la cuarentena de En Perspectiva
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