Por Rosario Castellanos ///
El jueves pasado la Junta Departamental de Montevideo aprobó una medida cautelar que impide la demolición o modificación de 106 padrones por un plazo de 60 días. Esta fue la solución que se encontró para frenar la demolición de la llamada “Casa Martínez”, obra del arquitecto Oscar Peyrou, ubicada en la esquina de Luis Lamas y Julio César. La resolución salió con los votos de la mayoría frenteamplista y fue rechazada por los ediles de la oposición.
La objeción que interpusieron el edil colorado Mario Barbato y su colega blanco Edison Casulo fue que el documento abarcaba una gran cantidad de padrones sobre los que no se tenía suficiente información respecto a en qué condiciones se encontraban ni qué características tenían.
Es bueno aclarar que el listado fue propuesto por el Instituto de Historia de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de la República y la Unidad de Patrimonio de la Intendencia de Montevideo, los órganos más idóneos para juzgar méritos a preservar en ejemplos arquitectónicos.
Es evidente que la medida se tomó a las apuradas y que tuvo su origen en la movilización de protesta contra el anuncio de demolición de la Casa Martínez. Es raro, además, que se haya establecido un plazo de 60 días para la protección de estos inmuebles, que solo se justifica si es para ganar tiempo para que la Junta estudie cada uno de los casos y luego decida qué grado de protección les corresponde, tal como se ha hecho con otros bienes declarados de interés patrimonial.
De todos modos, lo que asoma detrás de la polémica que se dio en la Junta Departamental es algo que reaparece cada vez que un bien es declarado con protección total o parcial por una intendencia o por el Ministerio de Educación y Cultura: la tensión entre el derecho de la ciudadanía y el derecho de un particular; entre el patrimonio de todos y la propiedad privada.
Hay ciudades que tienen una historia más larga que la nuestra y han protegido con firmeza su patrimonio edificado. París, Roma, Florencia, Brujas y tantas otras que visitamos con admiración, no tendrían el interés que hoy tienen si no fueran ciudades que se han conservado y reciclado para mostrarnos su historia y su modernidad. Y, sin ir tan lejos, ¿qué sería de la ciudad de Colonia del Sacramento si no se le hubieran puesto límites a la inversión inmobiliaria?
Si una ciudad conserva sus valores, por un lado, fortalece su identidad pero además se cotiza mejor en el mercado del turismo. Por esas y otras razones el reconocimiento del valor patrimonial de una casa o un edificio debería considerarse un premio y no un castigo. Pero, claro, en la medida que esa declaración le ata las manos al propietario y le genera obligaciones, también debería venir acompañada de alguna forma de apoyo, por ejemplo exoneración de impuestos u otros beneficios.
Montevideo tiene sobrados méritos para resultar muy atractiva y reconocernos en ellos nos ayudaría a cuidarlos mejor, mostrarlos con mayor entusiasmo y disfrutarlos con orgullo.