Por José Rilla ///
La fiesta de la Patria Gaucha es una fiesta tradicional del Uruguay. Se celebra en Tacuarembó y reúne a miles de personas, no solo del país sino también de Argentina y Brasil. Es una ocasión de encuentro, de representación densamente simbólica y una gran oportunidad para dar un testimonio, reunir una comunidad de sentido y mover la economía de los servicios. Hay música, concursos de belleza, paseos, comidas, muestras del más diverso tipo. La fiesta es un orgullo para Tacuarembó y es apadrinada por Luis Landriscina y Leticia D´Aremberg. El afiche de difusión ha provocado una fuerte polémica: una mujer negra da de mamar a una niña blanca, lo que es visto por muchos críticos como un símbolo de subordinación y racismo, hoy inadmisibles para todos.
Se ha dicho y escrito mucho en uno y otro sentido y hay que esmerarse para escapar de la reiteración o del lugar común.
Es cierto que casi toda la retórica de la Patria Gaucha va en contra de lo que hoy se considera políticamente correcto. Podríamos ir más lejos todavía en la crítica. Esto de mezclar el gaucho con la patria, con el trabajo, con la nobleza moral es una creación bastante reciente de la cultura rioplatense. Véase, por ejemplo, que el gaucho no fue digno de elogios hasta la década de 1920, aproximadamente. Antes de esa fecha era el símbolo del mal, de la holgazanería, la huida del compromiso familiar y laboral, del robo de ganado, del rapto de mujeres, del alcoholismo y el matonismo. Sarmiento recomendaba al Gral. Mitre no ahorrar su sangre, útil para el abono, y nuestro José Pedro Varela lo consideraba un residuo social despreciable al que también había que eliminar para alcanzar mejores niveles de civilización y progreso.
La literatura gauchesca a fines del siglo XIX (que es de denuncia y no es lo mismo que el folklore) y la entronización del gaucho como soporte del trabajo y de la patria, a comienzos del siglo XX, se construyeron después de que el gaucho había desaparecido de nuestras praderas, como nostalgia de una vida perdida, imaginada en las ciudades como algo mejor de lo que realidad había sido. Así, las fiestas gauchas de nuestros países son, como tantas, un lugar de memoria, una oportunidad para recrear un pasado en el presente, reunir a la gente en torno a un fogón aun cuando la brasa que lo enciende no sea muy genuina.
Pero esto no importa demasiado, la fiesta está allí, es re-conocimiento, re- encuentro. Al igual que todas las tradiciones merece tanto respeto como crítica.
Lo que no se merece es que sobre ella se descargue la policía moral y estética de un gobierno. O su mera insinuación.
Aunque puede descontarse la buena intención de las mujeres del MIDES que salieron en defensa de sus verdades y creyeron advertir en un afiche una amenaza de discriminación, nunca un gobierno democrático tiene derecho a decir cuál es el mejor arte, la mejor representación, el mejor camino de realización material de un ideal. Sobre todo debe callarse cuando no lo comparte.
Es bueno recordar esto cuando pronto se podrá en debate una Ley Nacional de Cultura. ¿Hasta dónde puede llegar un gobierno con la cultura, que es de la gente?
Una vez el general uruguayo Máximo Santos dispuso que no se podía discutir a Artigas y prohibió libros y autores. Mucho más tarde y más lejos, el soviético Andrei Dzanov resolvió cómo debían ser la genética, la ópera, o las sinfonías. Creyó del caso, por simpatías antisemitas del gobierno, censurar los versos que una nana recitaba a su niño, en la película Circo.
No es lo mismo, claro, pero se parece.
* José Hernández, El gaucho Martin Fierro, 240
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, viernes 09.11.2018
Sobre el autor
José Rilla es profesor de Historia egresado del IPA, doctor en Historia por la Universidad Nacional de La Plata, Buenos Aires. Profesor Titular en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República y Decano de la Facultad de la Cultura de la Universidad CLAEH. Investigador del Sistema Nacional de Investigadores, ANII.