Por Rafael Mandressi ///
Una epidemia, en su significado original, es una “visita”, o una “llegada” a un demos, es decir a un poblado. La llegada o la visita de un médico, entre otras, así como la llegada o el ingreso de una enfermedad inesperada, que se instala durante un tiempo antes de refluir y acabar retirándose. Médicos itinerantes y enfermedades en tránsito: ése es el sentido al que remite la palabra en los escritos hipocráticos de hace 25 siglos, en particular las historias clínicas reunidas en los siete libros agrupados, precisamente, bajo el título general de Epidemias. En esos mismos textos, al clasificar las enfermedades según su origen, las epidémicas son pues las que se producen a causa de una “visita”, de algo “que llega” desde afuera y a lo que toda la población está expuesta, a diferencia de las enfermedades individuales, provocadas por la situación o los hábitos específicos de cada paciente.
La enfermedad que llega y afecta simultáneamente a muchos lo hace, siempre según algunos de los textos de la colección hipocrática, a través del aire y, por lo tanto, de la respiración: algo extraño y nocivo irrumpe, se insinúa, se disemina, introduciéndose en el cuerpo por medio del aire que inevitablemente todos respiran. Casi dos mil años después, cuando a mediados del siglo XIV lo que mucho más tarde se llamó Peste negra devastó Europa, médicos y cronistas daban cuenta de aquella “gran epidemia”, la más mortífera de las que se tenía memoria, empleando a menudo también la palabra “pestilencia”. La “mortalidad general”, “ingente”, “universal”, que entre 1347 y 1353 se llevó, de acuerdo con estimaciones conservadoras, a más de un tercio de la población europea, arrasó el continente encabalgada en una “plaga”, palabra que el idioma inglés conserva hoy para designar a la peste. Aquella “epidemia pestilente”, que no se limitó a Europa ni se originó allí, fue una de tantas “pestes”, otro nombre genérico, latín en este caso, de las enfermedades colectivas, una de las cuales es la que se conoce, además, como peste.
En otras palabras, una peste es una epidemia, que puede o no ser una epidemia de peste. Así, la inmensa literatura médica sobre la peste producida en Europa en los siglos XV, XVI, XVII y XVIII es, de hecho, un cúmulo de escritos sobre las enfermedades epidémicas, los modos de prevenirlas y, ya desatadas, de intentar contenerlas. En ocasiones, se busca explicarlas, otras veces se proponen además métodos terapéuticos. El mercurio, por ejemplo, o la madera de un árbol americano, el guayaco, rayada hasta convertirla en polvo que se administraba diluido en agua, para combatir el “mal de Nápoles” o “mal francés”, que el médico italiano Girolamo Fracastoro llamó sífilis en 1530. Ya para entonces estaba en curso la unificación microbiana del globo, y así como la sífilis tal vez haya ingresado en Europa desde el Nuevo Mundo, la viruela llegada de Europa diezmó a la población indígena americana.
También para entonces los venecianos habían establecido ya el primer lazareto, en 1423. La inauguración del segundo se produjo en 1468, cuando empezó a ponerse en práctica la cuarentena, imponiendo cuarenta días de segregación a las personas y objetos provenientes sobre todo de Oriente por vía marítima. El aislamiento profiláctico, sin embargo, no fue un invento de la República de Venecia; tampoco lo fue la creación de una autoridad encargada de los asuntos de salud en 1486: ambas cosas existían en Europa, de manera más o menos embrionaria y dispersa, desde los tiempos de la Peste negra. Luego vendrían los médicos municipales, así como magistraturas e instituciones cada vez más desarrolladas de policía sanitaria, emanadas del poder político con el cometido no sólo de asesorarlo en la toma de decisiones sino además de intervenir directamente en su nombre y, llegado el caso, haciendo uso de sus medios de coerción.
La urgencia, la incertidumbre, el confinamiento, la combinación negociada entre la persuasión y el empleo de la fuerza, la alianza íntima entre medicina y política, son características estables, por no decir constantes, de los tiempos epidémicos, al menos en los últimos seis o siete siglos. También lo es, con variantes históricas a veces significativas y de manera creciente, la tensión entre la suerte individual y el interés colectivo: se trata de saber a quién salvar, cómo y con qué prioridad. Una tensión no menos permanente atraviesa la distribución desigual de la capacidad de actuar, que tiene un correlato en la probabilidad de padecer.
Esas constantes ponen en evidencia, singularmente, un aspecto fundamental: si una epidemia es una “visita”, el huésped es menos decisivo que los anfitriones. Cualquiera sea su entidad y su duración, una epidemia no es pues un hecho ante todo biológico, sino social. Así como en puridad no existen las catástrofes naturales, sino eventos naturales que pueden ser catastróficos en función del contexto humano en que se produzcan, no hay episodios epidémicos, incluso por definición, en ausencia de un demos, sólo en cuya carne la enfermedad colectiva se vuelve una realidad y adquiere, por lo demás, una configuración concreta. Una epidemia – o una pandemia, al caso tanto da – es un tejido de transacciones sociales que incluye, como tales, los actos y los dichos de quienes tienen la prerrogativa, personas e instituciones, de administrar la cosa biológica. Allí ocupa un lugar de preferencia la medicina, institución extraordinariamente compleja de la que no cabe esperar que resuelva problemas sociales, ya que es, en sí misma, un problema social.
Del mismo modo, es del todo inexacto creer o afirmar que una epidemia – o un virus, si de un virus se trata – son “democráticos”, en la medida que el riesgo que suponen es socialmente ciego. A todas luces no lo es: ni su propagación ni sus consecuencias ignoran factores que poco o nada tienen que ver con aquello de que se ocupan las ciencias naturales o las prácticas que en buena medida se nutren de ellas, como la medicina. No se comprende un hecho social sin el concurso de las ciencias sociales, no se traza su cartografía ni se le restituye su espesor al margen del análisis y la interpretación históricos. No se comprime su sentido, en definitiva, reduciéndolo al relato de una peripecia viral condimentada con un puñado de consejos admonitorios.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, martes 24.03.2020
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.
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