Por Rafael Mandressi ///
Hace cuatro años, dediqué una de estas columnas al caso de Vincent Lambert, un ex enfermero francés que había sufrido un accidente de tránsito en 2008 y se encontraba entonces en un estado vegetativo crónico, pauci-relacional según se le dice, es decir un estado mínimo de conciencia, después de haber pasado por un coma profundo, con lesiones cerebrales que los médicos consideraban irreversibles. Vincent Lambert tenía 32 años cuando se produjo el accidente, 38 cuando escribí mi columna en 2015, y 42 cuando murió, el jueves pasado. Diez días antes, el médico a cargo del equipo que lo atendía había anunciado que se daba comienzo al procedimiento estipulado por la ley francesa: cese del tratamiento que mantiene con vida al paciente, analgesia, sedación profunda y continua hasta el fallecimiento.
La decisión de interrumpir la hidratación y la alimentación artificiales de Vincent Lambert había sido tomada ya en 2013, pero un fallo de un tribunal administrativo interrumpió su puesta en práctica. Tras seis años de guerra judicial, de apelaciones y recursos, de pronunciamientos de la Corte europea de derechos humanos y del Comité sobre los derechos de las personas con discapacidad de Naciones Unidas, el 28 de junio de este año la Corte de casación francesa zanjó definitivamente el asunto.
En 2015, mi columna mencionaba la cantidad de pacientes que en ese momento estaban, en Francia, en una situación análoga a la de Vincent Lambert: 1.200 aproximadamente. Hoy son más: entre 1.500 y 1.700, de acuerdo con las cifras que han circulado estos días. El aumento es significativo, pese a lo cual no ha habido otros casos comparables, lo que lleva a suponer que la ley, vigente desde 2005 y retocada en 2016, permitió resolver los que hayan surgido. Esa ley, cuyo propósito expreso es reforzar y proteger los derechos de los pacientes, tiene buena reputación, en particular gracias al equilibrio que busca lograr a partir de un doble rechazo: el de la eutanasia activa y el de lo que se suele llamar encarnizamiento terapéutico, que el texto designa como “obstinación no razonable”.
Con todo y sus virtudes, la letra de la ley francesa no alcanzó, sin embargo, para impedir que el caso de Vincent Lambert terminara dirimiéndose en los juzgados. Ante la ausencia de instrucciones anticipadas del paciente y las posturas inconciliables de familiares enfrentados acerca de la determinación a tomar, solo quedó, planteado ya el pleito, interpretar algunas de las disposiciones del texto. Quienes están a cargo de hacerlo son los jueces, pero para esa tarea necesitan contar con la opinión médica, que tiene que interpretar a su vez, relevando signos en el cuerpo de un individuo y ordenándolos en un cuadro general, para dictaminar luego, por ejemplo, si ese cuadro indica o no una percepción consciente del dolor, de algún tipo de emoción o de voluntad, y hasta qué punto. Viene después el intento de correlación entre esas conclusiones y lo que tal o cual fórmula de la ley establece, siempre y cuando el informe de los expertos no sea impugnado, precisamente porque no se comparte su interpretación.
Los hechos no bastan pues, sencillamente porque no hablan por sí solos, y el lenguaje que los hace hablar nunca es inequívoco. Las decisiones importantes, frente a la incertidumbre y, por si fuera poco, de cara a lo irreversible, no las adoptan los hechos, sino lo que hacemos con ellos. No individualmente, que esa soberanía irrestricta sobre nosotros mismos es tan ilusoria como el presunto dictamen de los hechos puros. Hay instituciones –Poder judicial, medicina, familia u otras– en cuya trama están entretejidos nuestros actos, guste o no. De manera que sea cual sea el modo de encarar y procesar las cosas en casos como el de este ex enfermero francés, el asunto –y me repito, a cuatro años de distancia– es político, se cuece en la gran marmita colectiva de los argumentos, donde van a parar razones y convicciones éticas, metafísicas, sociales, incluso económicas, que la muerte y la plata también se tutean, para ser arbitradas.
Digámoslo: se trata de políticas de la muerte, nada menos, que siempre existen, aunque no se hable de ellas ni, por lo tanto, se las debata. Tal vez eso ocurra, una vez más, en el Uruguay electoral de 2019, ya que seguramente no es un tema del todo apto para “enamorar” a quienes votan, y al parecer de eso se trata en una campaña. Sea. Las muchas y espesas preguntas sobre cómo se muere, que podría plantearse públicamente una sociedad que envejece, seguirán entonces siendo respondidas por defecto, en el silencio de las camas, el estorbo de las agonías y la desprolijidad de los atajos.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 15.07.2019
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.
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