Tiene La Palabra

Adiós narrador

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Por Daniel Supervielle ///

Eduardo Galeano sabía poco de fútbol. Casi nada. Sí sabía cómo contar historias breves, fábulas y exagerar anécdotas mínimas para llenarlas de trascendencia y hacerlas universales. En eso era muy bueno. Buenísimo.

Su muerte a pocas horas del saludo entre el presidente de Estados Unidos Barack Obama y el hermano de Fidel Castro, Raúl, parece como diseñada por los dioses sobre los que Galeano escribía. Así como la revolución cubana marcó el derrotero de América Latina en la segunda mitad del siglo XX, Eduardo Galeano moldeó el imaginario latinoamericano, le otorgó una unidad sistémica y un sentido de pertenencia colectiva que ni las OEA, ni los MERCOSURes, CELACs, ALBAs y UNASURes lograron. Que su desaparición física ocurra a pocas horas del encuentro entre los presidentes del imperio y los revolucionarios isleños, bien podría ser el cierre de una temporada de Game of Thrones. Pero es la pura realidad.

Eduardo Galeano no estará más entre nosotros. Podrá iniciarse ahora una profunda discusión literaria sobre el valor de las cosas que escribió, pero nadie que haya caminado los caminos de América Latina puede dejar de reconocer que el escritor uruguayo le dio una voz e hizo visibles a través de la palabra realidades escondidas en nuestro continente. Menudo mérito para alguien que hizo del arte de escribir su forma de vida y de amor a la vida. América Latina tuvo quien le escriba, alguien que unió a los mapuches del sur de Chile con los cohuiltecos del norte de México en una sola voz. Alguien que rescató lo que estaba condenado al olvido. Hasta aquí, a mi juicio, el mayor mérito de Eduardo Galeano. ¿Quién no le leyó a sus hijos partes del El libro de los abrazos?

Cuando tenía 19 años (1989) me fui a Bolivia con una mochila en mi espalda tres meses y medio. En la mochila llevaba poca ropa, pocos pesos y un ladrillo que había comprado en Tristán Narvaja. Era Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano. A medida que avanzaba en la lectura me iba indignando con ese mundo de buenos buenísimos y oprimidos por los malos malísimos de la Shell o de la compañías gringas de frutas que destrozaban todo a su paso. Llegué a Potosí, desde Sucre, en un ómnibus abarrotado de gente, con gallinas y pichones de cerdo. Quise conocer el Cerro Rico por dentro. Caminé las calles empedradas y sentí la opresión del pueblo minero y de los descendientes de los nativos originarios que dejaban los pulmones en los socavones de las minas. Bailé al amanecer celebrando el día de la Virgen del Socavón en Oruro durante su colorido carnaval. Bolivia a los 19 años cambió mi vida. Ese libro también. Es imposible no recordar ese viaje sin ese libro, no solo por el contenido sino porque pesaba bastante y yo quería andar ligero de equipaje.

Hablando con los mineros, con los taxistas, la gente en las plazas poco a poco comencé a cuestionar Las venas abiertas de América Latina y terminé molesto con el texto y con el autor. Era evidente que el mundo, las relaciones de poder eran, son y serán mucho más complejas. No todo se explica por la pelea entre policías malos contra ladrones buenos; entre perversos poderosos versus inocentes ingenuos. El libro y Bolivia estarán en mi memoria para siempre. El libro quedó en Bolivia. No siguió en mi viaje.

Años después (1996) estando en Ciudad de México leo en el diario que el escritor uruguayo Eduardo Galeano brindará una conferencia en el Museo Nacional de Bellas Artes. Tenía la tarde libre y fui a escucharlo. Galeano venía de la selva Lacandona de estar con el subcomandante Marcos. Quería compartir con su público las impresiones de su estadía en el sur de México. A todas luces resultaba interesante. En primer lugar por la curiosidad propia y en segundo porque, luego de varios meses lejos de Montevideo, tener noticias de un uruguayo que le va bien, por lo general, alegra el corazón. Fue por eso que fui, además, con la intención de saludarlo. Resultó imposible. La cola para entrar al teatro de más de mil personas era larguísima. Había gente con libros de Galeano por todos lados. Honestamente, nunca sospeché que el nivel de devoción fuera tal. Había varios miles de personas esperando para escuchar a Galeano. Tanta gente se había congregado, que los organizadores demoraron el comienzo de la conferencia e improvisaron una pantalla gigante para pasarla afuera del teatro. Creo que la media de los uruguayos nunca calibrará lo que se vivió esa tarde en el Museo de Bellas Artes de Ciudad de México. Era como si estuviese el propio Elvis Presley en su apogeo.

Eran tiempos en que se había convertido en best seller latinoamericano el libro de Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa titulado provocativamente Manual del perfecto idiota latinoamericano. En plenos tiempos de las políticas del Consenso de Washington, en esa obra –que, salvo su título, será olvidada por la historia- se nombraba en reiteradas ocasiones a Galeano y, en particular, se cuestionaba con datos la inconsistencia de Las venas abiertas de América Latina y, con argumentos, lo peligroso de pretender dar por cierto una historia que no fue tal.

Galeano leyó breves cuentos, narró sus charlas con los indígenas del sur de México y rió con el público, fue aplaudido, se emocionó y emocionó al auditorio: El público extasiado compartía sus ideas políticas y su forma de ver el mundo. Luego se abrió la ronda de preguntas, donde las acusaciones del libro del hijo de Mario Vargas Llosa estuvieron presente. Su respuesta fue práctica y la puedo resumir tal como la recuerdo: “ellos tienen otra forma de ver el mundo”, o algo así. No obstante, rememoro su molestia por la cantidad de papeles con preguntas que le pedían que respondiese a ese libro que lo tildaba como uno de los principales perfectos idiotas latinoamericanos. Ese día aprecié mi visión sobre Galeano. Claramente era un embajador del Uruguay en América Latina, conocido y querido como pocos ciudadanos orientales. Es evidente que Galeano toca una fibra latinoamericana muy profunda.

Tal vez en los textos de Galeano se pueda encontrar explicaciones al fenómeno mundial que representa nuestro ex presidente José Pepe Mujica, alguien que perfectamente podría haber sido uno de los personajes de sus narraciones.

En el año 1995 Galeano publicó un libro con una temática que sorprendió a sus lectores más politizados. Contra lo esperable, escribió "Fútbol a sol y sombra", que inmediatamente se convirtió en un éxito continental. Uno de los escritores latinoamericanos más vendidos escribía sobre el deporte rey en el mundo, pasión en el continente cuna de los mayores ídolos de la historia del balompié. Una combinación letal que aseguraba ventas grandes y traducciones en varios idiomas. Justo por esos tiempos, estaba terminando mi tesis de Licenciatura, que versaba precisamente sobre la relación entre el fútbol y la literatura. Por lo cual el libro de Galeano caía como anillo al dedo a mi hipótesis que, más o menos, decía que se venía una andanada de libros sobre fútbol. Para la tesis nunca pude entrevistar a Galeano para hablar de fútbol pero si pude hacerlo con el legendario jugador José Pepe Sasía sobre quien Galeano había escrito en su obra. Recuerdo, sentado en un banco de concreto en una sombra de las canchas de Defensor en Camino Pichincha, Sasía, que también escribía, escuchándome leer lo que había escrito Galeano sobre los futbolistas. Sasía escuchó atentamente la descripción que hace Galeano sobre el futbolista. Cuando finalicé el texto, quedé en silencio. Sasía respiró profundo y dijo:

—Este muchacho no sabe nada de fútbol.

Y punto. Esa es la anécdota. No soy Galeano para embellecerla o darle una vuelta de tuerca mágica con un final de pocas palabras. Simplemente comparto lo que dijo entonces Pepe Sasía.

Tal vez Galeano no supiese mucho de fútbol, pero si era un gran narrador. Un narrador politizado de un tiempo politizado. Un narrador influenciado por los sesenta y toda la efervescencia que marcó esa época –Cuba, los Castro, Woodstock, la Teología de la Liberación, la lucha contra las dictaduras en el continente…-.

Galeano fue producto de su tiempo y uno de sus narradores subjetivos más destacados. Hay un cuento del escritor Mario Arregui (1917-1985) que se llama precisamente El narrador y que me vino a la memoria para finalizar este texto.

Trata de un “hombre ya entrado en años” que hacía trabajos de alambrador en una estancia y “en los fogones contaba episodios heroicos de las guerras civiles de 1897 y 1904”.

Los peones –toda gente joven- y los dos muchachones hijos del patrón lo escuchaban siempre con interés y, a veces, le pedían que tratara de recordar algún cuento para ellos nuevo o que repitiera tal o cual. Todos en el fogón escuchaban atentos y alucinados sus cuentos hasta que, una noche, uno de los hijos del patrón le preguntó:

—¿Y usté cuantos años tiene?

—Sesenta y ocho.

—Entonces en el 97 usté recién estaba naciendo y en el 1904 tenía seis o siete años nomás –sacó la cuenta el muchacho–, no es así.

El alambrador nada contestó y no volvió a hablar de guerras civiles mientras estuvo en la estancia.

Pero podía y (y tal vez debía) haber contestado. Podía haber dicho que él no relataba recuerdos personales sino otros – más profundos y menos limitados- que lo habían esperado a su nacimiento como el aire y como la luz, y que, se diría con apenas metáfora, había comenzado a mamar en las redondas tetas aindiadas de su madre. Podría haber dicho que hay, o que ocurre como si la hubiera, una rara intimidad con la historia dormitando siempre detrás de la historia de un paisaje con pasado. Podría haber hablado de lo que la sangre parece heredar directamente de la sangre, de las dominantes casi obsesivas del mundo en que se había criado, de cómo se coagulan y se graban las imágenes en el alma de un niño… y haber afirmado, sin falsear la verdad que por su boca contaban sus abuelos, su padre, sus tíos y muchos hombres muertos de su linaje y raza. Y finalmente podría (y debía) haber puntualizado con algún énfasis que no era él un mentiroso sino algo muy diferente, algo un poco mágico y un poquito sagrado: un narrador.

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