Por Rafael Mandressi ///
Algunos días en Montevideo bastan para comprobar, una vez más, que la distancia no es lo que era. La duda, inevitable, sobre las distorsiones que podría producir una visión alimentada únicamente por lo que a uno le llega a través de una pantalla – prensa, radio, televisión, redes sociales – se disipa casi de inmediato, pocas horas después de haber cruzado la frontera en el aeropuerto de Carrasco. El adentro visto de cerca no depara mayores sorpresas, no hace falta ajustar la brújula. La realidad está allí, esperando con tranquilidad a que se pose en ella el ojo de ese uruguayo que aterriza proveniente de alguna de esas otras partes del mundo donde hay uruguayos, es decir de cualquier otra parte del mundo, que en todas o casi todas hay uruguayos.
La realidad de adentro está allí, sí, lista para coincidir con lo que sabe o cree saber quien la escruta desde fuera. Esa coincidencia puede tranquilizar o inquietar, tal vez ambas cosas. La familiaridad, la posibilidad de reconocer y por lo tanto de reconocerse reconfortan, evitan tener que barajar y dar de nuevo, lo visten a uno de entrecasa. Pero la estabilidad del paisaje también perturba: la rutina, la misma ola que rompe siempre contra la misma roca, la ausencia de contraste entre lo que uno suponía y lo que es, entre el mapa que uno había dibujado y el territorio que pisa, provocan cierto hastío, la sensación rugosa de que nada o muy poco se mueve, excepto uno mismo.
Pues no, es un error, una percepción equivocada, que aparece como tal cuando se cae en la cuenta de que las cosas no son diferentes en el sentido contrario del viaje: al regresar al afuera de donde vino, uno no cierra un paréntesis, sencillamente porque ese paréntesis nunca se abrió, y retoma, como si nada, el hilo de la frase. La familiaridad, la estabilidad, la ausencia de sorpresas se repiten. De manera que, si fuera cierto que Uruguay es un animal lerdo, una comarca gomosa donde los tiempos del cambio son poco menos que geológicos, entonces el afuera, en todo caso el que uno conoce por vivir en él, también lo es.
Esta conclusión, sin embargo, es dudosa. Lo más probable no es que todo esté quieto, sino que uno se mueva junto con las cosas, como si no se diera cuenta de su propio envejecimiento porque se mira todos los días en el espejo. Solo que los espejos, en este caso – en mi caso, por ejemplo –, son dos. Hace algunos meses también a mí me llegó, estando geográficamente lejos, la pregunta sobre si conocía a Juan, y ahora sé, sin solución de continuidad, que el precandidato Sartori parece estar tercero en la intención de voto dentro de su partido, que hasta hace muy poco no sabía cuánto era el salario mínimo nacional y que promete crear cien mil empleos. Cuando viajé hacia Montevideo hace dos semanas apenas, Notre Dame de París estaba entera, y el lunes pasado ardió ante mis ojos, como también vi arder anteayer, otra vez, algunos vehículos en el vigesimotercer sábado de movilización de los “chalecos amarillos”.
La ubicuidad es una ilusión, por supuesto, no se está físicamente en más de un lugar a la vez, ni la realidad es – no hace falta decirlo – lo que asoma en alguna pantalla. Pero existen, más allá de estas obviedades, preguntas que podrían tener alguna respuesta interesante. De haber estado yo en París el lunes pasado, seguramente habría visto Notre Dame en llamas también a través de una pantalla, así como si viviera en Montevideo seguiría la campaña electoral en Uruguay probablemente con las mismas fuentes de información que estando del otro lado del Atlántico. ¿Qué cambia la distancia? O mejor: ¿en qué y cuánto la distancia hace la diferencia? A esa pregunta, y para ayudar a responderla, se puede sumar otra, más difícil y en cierto sentido más decisiva: ¿no será que al fin de cuentas residir en un sitio no impide vivir en dos?
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 22.04.2019
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.