Por Rafael Mandressi ///
El miércoles pasado estalló una bomba en Zúrich. No hace falta recordar los detalles de la explosión. Todo el mundo, literalmente, los conoce ya: la policía suiza detuvo a siete dirigentes de la FIFA, acusados por la justicia de Estados Unidos de haber cometido casi todos los ilícitos imaginables dentro de lo que se suele resumir con la designación genérica de corrupción: lavado de dinero, fraude, coimas, cuentas secretas, compraventa de votos y por lo tanto de decisiones, el repertorio clásico en suma, que la cosa nostra del fútbol internacional practica, según la acusación estadounidense, desde hace veinticinco años. Todo ello suma decenas de millones de dólares, y mientras en Estados Unidos quieren juzgar a catorce personas – nueve miembros de la FIFA y cinco dirigentes de empresas vinculadas al marketing deportivo – la justicia suiza aprovechó la ocasión para dar a conocer su propia investigación en curso sobre las condiciones de atribución de los mundiales de 2018 y 2022 a Rusia y Catar respectivamente.
No es fácil predecir hasta dónde llegarán las salpicaduras de esta pedrada en el barro, y quizá hoy mismo Sepp Blatter, el mejor alumno de Joao Havelange, sea elegido para un quinto mandato consecutivo como presidente de la FIFA. El episodio, en todo caso, deja la siempre agradable sensación de ver cómo se quiebra una larga impunidad. Habrá, por supuesto, lágrimas de cocodrilo y vírgenes de último momento, profetas incomprendidos que recordarán oportunamente sus advertencias pasadas, aullidos de indignación bien ensayados y la pizca de cinismo habitual de quienes dirán, esbozando una media sonrisa, que todo esto se sabía.
Tal vez convenga sacar partido del escándalo para observarlo un poco más a distancia, y no quedarse únicamente con el relato de un forúnculo que al abrirse libera un poco del pus acumulado. Hablemos de fútbol, de ese deporte bastante rudimentario que a lo largo de un siglo aglomeró identidades – nacionales, urbanas, barriales, tribales – tan consolidadas como cualquier otra. Hablemos de un juego en torno al cual se desparramó en el planeta una adhesión masiva, movilizando afectos desproporcionados y primitivos. Hablemos por lo tanto de nosotros, consumidores de fútbol y motores últimos del gigantismo soez del espectáculo de la pelotita. Sin nosotros, no hay plata ni poder, y la historia del complejo proceso por el cual cuatro o cinco generaciones de nosotros hicimos parir a la ballena glotona todavía está por hacerse.
Hablemos también de las organizaciones supranacionales como la FIFA. Hay otras, como el Comité olímpico internacional, o la IATA, que regula y controla el transporte aéreo de personas y de carga, por ejemplo. Hablemos del funcionamiento de esas organizaciones, de sus opacidades, del gobierno mundial que ejercen en sus actividades respectivas sin control democrático alguno, y de cómo romperles el espinazo cuando es necesario. Después, si queda tiempo, podremos volver a hablar de los dientes de Suárez.