Editorial

Israel, el naufragio

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Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi

“Israel: Estado-nación del pueblo judío”. Tal es el título de una ley de once artículos, aprobada el 19 de julio pasado en la Knesset, el parlamento unicameral israelí, con 62 votos a favor, 55 en contra y 2 abstenciones. Tres enunciados lapidarios, en su primer artículo, proporcionan los fundamentos sobre los que descansa el resto; el primero de ellos se encarga de proporcionar una sumarísima petición de principio: la tierra de Israel, declara, “es la patria histórica del pueblo judío en la que se estableció el Estado de Israel”. El segundo declara que ese Estado “es el hogar nacional del pueblo judío”, que cumple en él “su derecho natural, cultural, religioso e histórico a la autodeterminación”, y el tercero confiere a ese pueblo, en ese Estado, la exclusividad de ese derecho.

Así, a 70 años de su creación, el Estado de Israel ha decidido dotarse de definiciones semejantes, a través de una ley del tipo de las denominadas “básicas”, la decimosexta desde 1958, que en su conjunto hacen las veces de constitución. Se trata sin duda de un acontecimiento, de un gran salto dado por Israel, hacia atrás. Hacia la viñeta primitiva del Estado-nación, esas ficciones autoritarias en las que se anudan, a la luz de un candil ideológico simplista, por decir lo menos, un territorio, un pueblo y una lengua, todo vestido con el inevitable cotillón de bandera, himno y adyacencias. A esos ornamentos está dedicado el segundo artículo de la “ley básica” de marras, en tanto el tercero remacha el clavo de Jerusalén como capital, “completa y unida”. El cuarto refiere a la lengua: el hebreo pasa a ser el único idioma oficial, con lo cual el árabe pierde esa condición, aunque se le reconoce un estatuto especial, quedando sujeto a reglamentación su uso en las instituciones estatales.

Pero no hay instauración de un régimen nacional firme y completo, lleno de sí mismo como un huevo duro, sin apretar las clavijas de la cultura. No de cualquier cultura, naturalmente, sino de aquella que exprese la supuesta médula de la nación, una cultura cuyas manifestaciones dibujen de una vez y para siempre un cordón sanitario alrededor de su esencia sempiterna.

Esta “ley básica” es sucinta en esa materia, pero no tímida. Además de la lengua, el calendario oficial será el calendario hebreo, admitiéndose empero el uso del gregoriano, y los días de descanso serán el Shabat y las “fiestas de Israel”, esto es las festividades judías, ya que, según se dice en el artículo décimo, los “no judíos” tienen derecho a mantener sus propias festividades como días de descanso, aunque la ley habrá de determinar los “detalles” del asunto.

Ya había quedado claro, pero con el penúltimo artículo queda además dicho: la cosa es entre judíos y “no judíos”. Tanto es así que el artículo séptimo, una verdadera belleza, proclama que el Estado israelí “ve el desarrollo del asentamiento judío como un valor nacional” y “actuará para alentar y promover su establecimiento y consolidación”.

He aquí, en esta “ley básica”, una estupenda demostración: es posible hacer caber en menos de una carilla todo lo necesario para echar a andar el proyecto de un Estado étnico, milenarista, hecho carne con un pueblo al que se presume poseedor de un derecho “natural” y “religioso”, que se cree autorizado, por consiguiente, a practicar el exclusivismo y, por qué no, la segregación. Derrapes tan groseros y dramáticos como éste, que hacen sangrar todos los tejidos de una república, sólo pueden conducir, siempre y cuando no sea su punto de partida, al racismo de Estado puro y simple, bien lubricado, para peor, con ácido confesional.

No sólo en Israel se cuecen las habas del miedo y el ansia de depuración, que por ahí andan haciendo el daño de siempre, desprovistas de vergüenza y en busca de dolor, pero el caso es que el Estado israelí acaba de traspasar un umbral tenebroso hacia el naufragio moral, y tal vez ya no haya margen para volver atrás sin que medie una catástrofe.

Frente a la oscuridad triste de una “ley básica” que cava con los dientes el hoyo del Estado-nación en una pampa de granito, bien vale, sin autocomplacencia pero con alivio, releer el artículo primero de la Constitución de la República Oriental del Uruguay, aquel que dice que esa, esta República “es la asociación política de todos los habitantes comprendidos dentro de su territorio”. Caramba, qué bueno que está.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 06.08.2018

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.

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