Por Rafael Mandressi ///
Al asumir la presidencia de Brasil hace poco más de cuatro meses, Jair Bolsonaro nombró a Ricardo Vélez Rodríguez como ministro de educación. El paso del señor Vélez por el ministerio fue fugaz: la decisión de removerlo tardó apenas catorce semanas, y su cargo lo ocupa ahora, desde el 8 de abril pasado, el economista Abraham Weintraub. En su hoja de ruta figura, además del consabido combate contra la entidad fantasmagórica que se ha dado en llamar “marxismo cultural”, una reducción de la inversión estatal en las facultades de sociología y filosofía. Así lo sugirió por dos veces en declaraciones públicas, tras las cuales la idea recibió el apoyo explícito del presidente a través de las redes sociales.
Según el ministro, se trata, ante todo, de “respetar el dinero del contribuyente”, a quien hay que asegurarle, de acuerdo a lo dicho esta vez por el señor Bolsonaro, un “retorno inmediato” poniendo la plata en áreas como veterinaria, ingeniería y medicina. Basta de financiar estudios que no reportan nada verdaderamente útil, de modo de acabar con lo que el ministro Weintraub considera “ridiculeces”, como que el hijo de un agricultor estudie antropología.
Puesto que la antropología no es la sociología ni la filosofía, cabe suponer que las distinciones entre disciplinas no están muy claras en el gobierno brasileño, y que el anuncio alude en realidad al conjunto de las ciencias sociales y de las humanidades, cosas desprovistas de utilidad, como bien se sabe, improductivas e incapaces de contribuir al desarrollo bien entendido. A recortar pues, aunque los estudiantes de sociología y de filosofía no sean sino el 2 % del total en las universidades federales brasileñas.
Se podrá pensar que una iniciativa semejante no debería sorprender, proviniendo de un ministro que escribe con faltas de ortografía y de un presidente con cerebro de pájaro, concluyendo que cosas así son esperables, después de todo, en un Brasil donde abrieron la jaula de los brontosaurios y las camarillas oscurantistas rebuznan sin complejos. Sería demasiado fácil, sin embargo, limitarse a observar con desprecio el páramo intelectual del Palacio de Planalto. En junio de 2015, el ministro de educación de Japón, el señor Hakubun Shimomura, dirigió una carta a las autoridades de las 86 universidades del país invitándolas a “abolir o convertir” los departamentos de ciencias sociales y de humanidades “para favorecer a las disciplinas que satisfacen mejor las necesidades de la sociedad”. La amable solicitud fue tan persuasiva que 26 universidades japonesas decidieron ponerla en práctica, y 17 de ellas suspendieron de inmediato las inscripciones en esas carreras.
Con menos estruendo y más progresividad, la aplicación de políticas de esa naturaleza – o cuando menos la intención de implementarlas – existe mucho más allá de los casos brasileño y japonés. El principio que las inspira, independientemente de los eufemismos que se empleen para enunciarlo o de la crudeza con que se plantee, no es nuevo, aunque sí parece haber cobrado mayor vigor en los últimos años: hay conocimiento útil, digno por lo tanto de ser promovido y apoyado, y conocimiento inservible o cuya utilidad es residual, que puede desestimarse como bien público.
Oponerse a esta afirmación haciendo preguntas es tentador. ¿Cómo se traza, por ejemplo, la frontera que separa lo útil de lo inútil? En otras palabras, ¿qué criterio se usa para identificar lo útil? O, más sencillo: ¿qué se entiende por utilidad? El problema es que la respuesta nunca será fácil de rebatir, porque vendrá a caballo de un presunto sentido común que suele ser a prueba de balas, y que en sus versiones groseras podrá retrucar que no sabe con qué se comen la filología o la historia del arte.
Por otra parte, poner en entredicho el trazado de la frontera implica aceptar que la hay, con lo cual, pase por donde pase, inevitablemente quedará gente del otro lado, condenada a justificar penosamente un tipo de utilidad en el que no cree para evitar la marginalización. De manera que parecería conveniente rechazar la existencia de una frontera, y sostener en cambio que todo conocimiento es útil en sí mismo. Pero esto sigue atando las cosas a alguna clase de utilidad, que por lo demás habría que definir, y el ejercicio es vidrioso. La alternativa, en el fondo, es otra, conlleva un desafío político mayor, y consiste en desembarazarse de la bendita utilidad. Sí, cómo no, el conocimiento que generamos es inútil, y entérese quien corresponda que por eso mismo es importante.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 06.05.2019
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.