Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi
La pregunta se repitió varias veces en las últimas semanas: ¿qué pasa en Francia? No me ha sido fácil responder, más allá de lo estrictamente fáctico, que por lo demás ya era sabido: magnitud de las movilizaciones, número de detenidos, destrozos, reivindicaciones y anuncios. Esa información, esos datos, estaban disponibles, siempre lo estuvieron, sábado a sábado, antes, durante y después de cada manifestación, en cualquier pantalla que se tuviera a mano, junto con una imagen, la de los “chalecos amarillos”.
De manera que la pregunta buscaba otras respuestas: por qué, quiénes son, hasta dónde pueden llegar, qué se espera o se teme que pase. Cómo se explica, en definitiva, la irrupción de esa marea amarilla que toma las calles, las plazas y las rutas, que no parece tener conductores ni representantes, que tampoco parece apoyarse en organización política o sindical alguna, que pide entre otras cosas la renuncia del presidente de la República, y en cuyas movilizaciones se producen disturbios y desmanes.
Fuego, gases y vidrios rotos. Policía, golpes, y destrozos en el mobiliario urbano. Ahí está la cobertura periodística para proyectar la impresión del acontecimiento, la huella de los hechos, observados a través de una ventana que le da un perímetro a lo visible, y allí queda encerrado lo que se trata de explicar. Entonces llegan las glosas, las interpretaciones, los análisis, los intentos de dar cuenta de ese aquí y ahora cuyas turbulencias saltan a la vista y que es necesario envolver con conjeturas para darles un sentido y situarse.
La contingencia desnuda es insoportable, hay que vestirla con causas y, de ser posible, con consecuencias. Tiene que haber algún orden, y si no sube por sí solo a la superficie, se lo irá a buscar en las profundidades presuntas de la realidad para ponerlo en palabras, olvidando a menudo que esa realidad en la que uno se zambulle tiene poco espesor. Es la que quedó recortada por la lupa de la actualidad, que ofrece un racimo de hechos en bruto, una selección de ingredientes con los cuales nos empeñamos en preparar un plato que satisfaga el hambre de entender.
Se puede, por supuesto, ir más lejos, ampliar el repertorio de datos, incorporar elementos y romper con eso los marcos de la dichosa ventana que muestra un paisaje en llamas y titula que arde París. Pero tampoco alcanza: se ha dicho, con estudios sociodemográficos a mano, que los sectores más pobres de la sociedad francesa no se sumaron a los chalecos amarillos. Sea. ¿Y con eso qué? ¿Qué conclusiones sacar, cuando se constata además que la silueta social del movimiento tiene, en una aproximación gruesa, grados significativos de coincidencia con la del electorado de la extrema derecha en las últimas elecciones?
Tal vez la historia contribuya en algo, si se recuerda que en los últimos quince años ha habido en Francia movilizaciones de mayor porte y duración que la actual, acompañadas a veces de estallidos de violencia comparables. En una historia más larga, medida en décadas, se podrá incluso advertir que erupciones semejantes han ocurrido regularmente, que se podría quizá hasta elaborar un modelo poniéndolas en serie, y con él aventurar hipótesis sobre lo que ocurrirá esta vez: el fenómeno de los chalecos amarillos se irá apagando hasta desvanecerse, como ya surge de lo ocurrido este sábado, el quinto consecutivo, con más cenizas y menos brasa en las calles.
Entonces, ¿qué pasa en Francia? ¿Lo de siempre? ¿Una sociedad levantisca a la que no le basta el voto para expresarse? Tal vez, pero tampoco así se explica gran cosa, si por explicación se pretende algo más que un razonamiento circular: la gente sale a la calle a manifestar multitudinariamente y no siempre en paz porque existe un hábito, una actitud o un impulso de salir a la calle a manifestar, no siempre del todo pacíficamente.
Tiene gusto a poco, pero solamente para quienes exigimos más sabor y no nos resignamos a aceptar, tanto para la Francia de los chalecos amarillos como para tantos otros casos, que las explicaciones se nos escapen. No nos gusta nada que el mundo quede sin domesticar, aunque para meterlo en la jaula haya que recurrir, de ser necesario, a la teoría del titiritero en las sombras. Y, sin embargo, por más incómodo que sea, no hay razón para descartar que la verdadera conspiración universal sea muchas veces la del porque sí.
***
Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 17.12.2018
Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.