Por Alejandro Sciarra ///
Hace un año y cuatro meses que nos fuimos de Uruguay. ¿Vuelven? Nos preguntaban antes de cruzar la puerta hacia la sala de pre-embarque. Todavía no nos habíamos ido y ya nos preguntaban cuándo volveríamos. La realidad era que subíamos al avión solamente con pasaje de ida. En lo personal, me iba disgustado y con pocas ganas de pensar en la vuelta. Me iba asqueado de sentirme inseguro, de mirar para atrás al sentir una moto, de caminar por el centro tocándome obsesivamente el bolsillo trasero para comprobar que la billetera estaba todavía ahí, de ir a visitar a mis padres y avisar una cuadra antes de llegar, que abrieran la reja porque no quería esperar ni un segundo afuera. Ninguno de estos cambios de hábito fue autoinflingido. Todos fueron provocados por distintas y desagradables experiencias. Cada vez que cambiaba una costumbre o una rutina, sentía que perdía un pedacito más de libertad.
También me iba con una gran sensación de impotencia ante un Estado obstaculizador del progreso y del desarrollo personal. “Para empezar una empresa en Uruguay, te tenés que fundir y resucitar”, me dijo más de un emprendedor, asumiéndolo como una realidad irreparable, y casi en el tono de quien se siente orgulloso de haber quebrado para volver a salir a flote. Me empezaba a dar la sensación de que los emprendedores uruguayos padecían Síndrome de Estocolmo. Tenía varios sueños pendientes y me negaba a tener que probar mi resiliencia frente a la voracidad estatal.
Y por último, me iba con la sensación de haber sido estafado. Nuestro Uruguay es un país de condicionamientos. Si querés tener una asistencia de salud de calidad, tendrás que ir a un seguro de salud privado. Si querés dormir tranquilo, tendrás que vivir en un edificio con seguridad veinticuatro horas, alarma y cámaras. Si querés que tus hijos tengan una educación de calidad, tendrás que mandarlos a un colegio privado (que no es casualidad que crezcan como hongos). Condición tras condición. Y mientras, el Estado te exige que pagues impuestos para financiar la salud pública, la educación pública, y la seguridad pública. ¿Por qué me da la sensación de que algo no está funcionando? Debo aclarar antes de que me crucifiquen, que sí, sé que hay escuelas y liceos públicos donde la educación es de primera calidad. Siempre hay excepciones que confirman la regla.
Entonces llegué a Italia, en donde noté ciertos cambios en nuestro comportamiento. Ya no me giro al sentir una moto. Ya no temo dormir con la ventana abierta. Una calle oscura no significa otra cosa que una calle oscura. Ya no veo (¡ni pago!) seguridad veinticuatro horas, ni seguro privado de salud. Mi médica de cabecera adjudicada en salud pública me atendió al día siguiente al que llamé pidiendo hora. Amigos me dicen que sus hijos van a la escuela donde comparten el aula con hijos de exitosos empresarios e hijos de humildes inmigrantes. No todo es perfecto, por supuesto, pero todo esto me ha venido a generar sentimientos incómodamente contrapuestos.
Siempre quise bien a mi país. A mi manera. Crítico. Incluso a veces demasiado crítico. Siempre intenté formar mi opinión involucrándome personalmente en su realidad social. Desde los 17 años me encontré comprometido con un proyecto político, y no hubo un año en mi vida en que no buscara inquietamente acciones de voluntariado en las que dejaba la piel. Disfruté el campo y nuestra tradición hasta el punto de convencerme de que nadie podía disfrutarlo como yo. Extraño el aire de mar, aunque le adjudiqué todos mis males a la humedad.
Todo esto lo tengo bien presente y lo llevo conmigo. Se me hace inevitable estar pensando proyectos personales y de familia vinculados a Uruguay. Siento que tengo mucho por hacer allá. Es como un chicle que pisamos y que no nos podemos sacar del zapato. Estoy a 11.000 kilómetros y no puedo evitar que el acontecer político y social uruguayo sea el centro de mis preocupaciones.
Pero a la vez están las voces. Todas esas que a diario te advierten que no vuelvas. Que no vale la pena. Que la situación no cambiará. Que la inseguridad, que el resentimiento, que la violencia en la calle, que los costos de vida, que los impuestos, que la marginación.
Y en medio de este torbellino, una campaña política que empieza y de la cual no pienso ser un expatriado. Voy a participar de la manera más activa y molesta posible. Voy a analizar, a mirar con la perspectiva que me dan los kilómetros y a criticar. Voy a empezar hoy, pidiendo a todo el sistema político, la mayor de las dignidades. Dignidad, humildad y realidad. No nos cuenten cuentos. Ahórrense “los maracanases”, como decía Serafín García, y muéstrense dispuestos a afrontar los costos políticos de los cambios que Uruguay necesite.
No les pido que me den el voto a la distancia. Les pido que me den las ganas de volver.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 15.10.2018
Sobre el autor
Alejandro Sciarra es abogado de formación, pero a los 30 años dio un giro hacia la psicología positiva aplicada al ámbito educativo y empresarial. Desde los 18 años participa en política, integró en más de una oportunidad La Tertulia de En Perspectiva, es colaborador del Semanario Voces y en Radio Oriental. Desde hace un año está radicado en Italia con su esposa, desde donde sigue de cerca la realidad política y social uruguaya y europea.