por Daniel Supervielle///
El 5 de abril de 1902 en el Ibrox Park de Glasgow, Escocia, se produjo la primera tragedia en el fútbol al colapsar una grada del estadio de los Rangers durante un partido entre Inglaterra y Escocia. Hubo 25 muertos y 500 heridos.
El 1 de febrero de 2012 en la ciudad de Port Said, en Egipto, fue la última: murieron 74 personas y unas 1000 fueron heridas tras un ataque de los hinchas de Al-Masry contra los jugadores y la afición del equipo visitante Al-Ahly.
En el camino queda la tragedia de Heysel un no tan lejano 29 de mayo de 1985, cuando en Bruselas se jugó la final de la Copa de Europa entre el Liverpool inglés y la Juventus de Italia. 39 aficionados murieron aplastados y más de 600 resultaron heridos durante una avalancha tras incidentes violentos.
Y un poco más lejos en el tiempo, un 24 de mayo de 1964 la del Estadio Nacional de Lima con 320 muertos tras la estampida provocada por la policía en un encuentro entre Perú y Argentina.
En ninguna lista de las tragedias del fútbol mundial aparece alguna que haya ocurrido en Uruguay.
De nada sirve llorar sobre mojado y reiterar la indignación en voz alta tras el clásico del fin de semana. No hay más margen: a este fútbol uruguayo le quedan horas de vida. Atontado por el escándalo de corrupción de la FIFA, con un campeonato aburrido y malo, con dirigentes promedio más preocupados por sus cuentas bancarias que por sus clubes, y con una centena de malandras que se adueñaron del Estadio Centenario y de varias tribunas, pese a que me duele decirlo, el fútbol local así no tiene más sentido.
El domingo pasado, ante el horror del final de un gran clásico entre Nacional y Peñarol, con los barras de Peñarol tirando asientos de plástico a los coraceros, y éstos devolviendo los asientos como si fuese un juego; con el gas lacrimógeno y hasta una ambulancia entrando a la cancha en medio de una definición apasionante, me convencí que no queda otra que refundar el fútbol uruguayo.
No hay más alternativa, ni más tiempo. Uruguay tiene que honrar su pasado de nobleza parándose en los hombros de sus grandes dirigentes como el Cr. Gastón Guelfi, don Dante Iocco, Héctor Rivadavia Gómez y sus jugadores gigantes que permitieron que Uruguay trascendiera sus fronteras gracias a sus clubes y la celeste.
Me niego a pensar que la muy civilizada, educada y progresista República Oriental del Uruguay no tenga la voluntad ni la capacidad de solucionar la violencia en el fútbol.
Que Uruguay no aparezca en la lista de las mayores tragedias del fútbol mundial debería ser un alivio. Pero no lo es. Todo indica que, de no intervenir ya, hoy, ahora (antes del comienzo del apertura), veremos aparecer en cualquier listado en Internet, junto con las tragedias de Port Said, la de Lima y la de Heysel, una frase, al final, que dirá: “Peor tragedia de la historia del deporte mundial: la desaparición del glorioso fútbol uruguayo. Tres millones de muertos.”