Por Mauricio Rabuffetti ///
@maurirabuffetti
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En medio del dolor colectivo por esta seguidilla de casos de menores abusados y asesinados, sumados a una brutal estadística de violencia contra la mujer, el presidente Tabaré Vázquez puso un poco de raciocinio cuando rechazó la pena de muerte para los responsables de estos hechos.
En los últimos días aparecieron todo tipo de ideas para abordar estas situaciones, muchas de ellas al calor de la falta de reflexión a la que suele inducir la indignación. Una indignación que, además, es caldo de cultivo para el oportunismo político, cuando lo que más se necesita es dejar que la Justicia trabaje.
La reacción, la crispación, el enojo, la furia producto de la impotencia ante crímenes tan aberrantes puede entenderse. Pero no puede llevarse la discusión al extremo de proponer caminos sin retorno como el de la pena de muerte, o mecanismos que puedan ser equiparables a la tortura. En definitiva, no puede confundirse justicia con venganza.
De menor a mayor:
– en primer término, en aquellos lugares en donde existe la pena de muerte –en varios estados de Estados Unidos por ejemplo-, es difícilmente argumentable que esta medida tenga un efecto disuasorio sobre quienes están dispuestos a cometer este tipo de atrocidades. ¿O acaso se puede pensar que quien está dispuesto a cometer un delito mide la cantidad de años que le van a caer si lo detienen?
– en segundo lugar, la pena de muerte y su etapa anterior, la que en algunos países se conoce como el “corredor de la muerte”, es considerada tortura. Y ya para tortura, tenemos a muchas de las cárceles que integran el sistema penitenciario nacional, con zonas convertidas en verdaderos infiernos. ¿Queremos volvernos un país que de verdad admite la tortura como mecanismo de castigo?
– en tercer y último lugar, ¿se ponen a pensar quienes proponen la pena de muerte que lo que están planteando es institucionalizar la violencia como método? Le piden al Estado, que por mandato debe preservar la vida, que la quite. ¿Es eso lo que realmente queremos? ¿A dónde iríamos a parar como sociedad, como país, como nación, si nos convertimos en seres iguales a los que queremos castigar? No está en nuestra idiosincrasia.
Esto no es cuestión de quien se indigna más, ni una competencia por quien propone la “mano más dura”, sino de quien piensa mejor y aborda con más sentido común un problema que por más largas penas que le busquen no es nuevo ni dejará, penosamente, de existir, a menos que de algún modo se identifiquen y se combatan sus causas de fondo. Llámele enajenación, enfermedad, maldad. Este tipo de seres execrables seguirán existiendo y cuesta imaginar que pensarán en lo que les puede deparar un eventual destino judicial.
Distinto es pensar de qué forma evaluar si al momento de recuperar la libertad están rehabilitados. Es difícil ser optimista e imaginar que eso podría ocurrir con el actual sistema de prisiones que tenemos en Uruguay, donde campea la violencia. Sería lógico pensar que quienes tienen denuncias o antecedentes por delitos sexuales, sean vigilados por las autoridades. Es central que la Justicia tenga los elementos necesarios para adoptar medidas cuando hay denuncias. Importante es que existan políticas educativas que establezcan que en las instituciones de enseñanza se concientice sobre lo que es el abuso. Fundamental es que en las familias este tema se discuta, y que no ignoremos situaciones que resultan anómalas.
Sería lógico estudiar si es conveniente añadir agravantes a las penas ya existentes, que seguramente funcionarán más como un mecanismo para alargar el tiempo de reclusión que como método de disuasión.
En cualquier caso, este tipo de medidas tienen que ser pensadas, y adoptadas en base a datos, opiniones de especialistas y experiencias de otros países. No deben ser resueltas en medio de un revuelo cuyas razones pueden entenderse, y que aun así no pueden dar justificación a esa especie de “vale todo” que parece haberse instalado en una parte de la sociedad.
Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, miércoles 29.11.2017
Sobre el autor
Mauricio Rabuffetti (1975) es periodista y columnista político. Es autor del libro José Mujica. La revolución tranquila, un ensayo publicado en 20 países. Es corresponsal de Agence France-Presse en Uruguay. Las opiniones vertidas en este espacio son personales y no expresan la posición de los medios con los cuales colabora.