Por Rafael Mandressi ///
La cubierta de un barco, la noche, el mar, luz de luna. Suena la orquesta de Terig Tucci y, apoyado en la baranda, Gardel canta Volver. La escena es emblemática, pertenece a la película El día que me quieras, y tiene casi 85 años. Volver es, qué duda cabe, un monumento gardeliano y una de las mejores letras de Alfredo Le Pera, si no la mejor. Pero los buenos versos también envejecen, y al cabo de más de ocho décadas algunas arrugas son, en este caso, indisimulables. Arrugas que, por otra parte, conviven con algunos errores, porque además de haber envejecido, la letra de Volver dice cosas equivocadas.
“Veinte años no es nada”, escribió Le Pera y canta la garganta de bronce en el aire nocturno de un transatlántico. Es falso, naturalmente, como también lo es decir que “siempre se vuelve al primer amor”. No siempre. Casi nunca, en realidad. El amor que manda no es el primero sino el último, el que está en curso, el que quizá apenas esté empezando; ése es el amor que impulsa, que desata el movimiento y conduce, llegado el caso, a volver.
Quizá el mayor error de esa pieza de antología sea, sin embargo, el verbo del título, en el que se apoya el estribillo como quien pone primera para arrancar de nuevo, después de haber rematado con él la primera estrofa: “hoy me ven volver”. Antes, en otros dos versos, reverberaban ya un par de parientes de ese verbo, el retorno y el regreso. Ilusiones, trampas tendidas por la memoria o la ingenuidad. No se vuelve. Todo viaje es de ida, y más si han pasado veinte años, aunque de hecho alcanza con un puñado de meses.
Volver, pongamos por caso, a Uruguay. ¿Qué significa? ¿Qué regreso es ése para alguien que ha creído volver, repetidamente, una y otra vez durante años, y que solo ahora, tras quién sabe cuántos retornos, cae en la cuenta, tal vez porque el último regreso lo encuentra saludablemente extrañado, que no se vuelve? No, uno no vuelve. Va. El tiempo tiene una única dirección, y es hacia adelante.
¿Volver a dónde, por lo demás? No a Uruguay, por cierto, que para uno es poco menos que una abstracción, sino a un sitio concreto, a una ciudad estirada al borde de un estuario. A Montevideo. Allí llega uno, cada tanto, creyendo volver, para volver a irse y volver a creer volver, y así, en reiteración real, sin siquiera adivinar ya el parpadeo de las luces que a lo lejos. Entre otras cosas, porque es difícil verlas temblar en el horizonte sin la baranda de una cubierta de barco donde acodarse. No, no se vuelve. Se llega, en todo caso, y uno se dice que el Gordo Pichuco, hablando de su barrio, atrapó ese secreto mejor que Le Pera cuando escribió, y a veces pronunció, con su voz de papel de lija, tres palabras que disuelven cualquier regreso: “siempre estoy llegando”.
Y uno siempre está llegando a alguna parte. A Montevideo, por ejemplo, confiado en la vieja anestesia que proporciona la familiaridad con la superficie de las cosas, en el tuteo fácil pero engañoso con lo acostumbrado, como si la costumbre fuera la realidad, toda la realidad y no solo su cáscara. Pero a veces, afortunadamente, la costumbre no resiste y se fisura, el regreso falla como tal, ya no hay coartadas ni pereza que valgan, uno se rompe los dientes contra una pared de vidrio, y de paso rompe también esa pared. Y Montevideo, o el lugar que fuere, se convierte en un lugar nuevo, en una geografía a la que hay que dibujarle los espacios mientras uno se va dibujando a sí mismo.
Digámoslo: en los últimos treinta años, nunca volví a Montevideo, sino decenas de veces a una ciudad que me empeciné en ignorar amablemente, peinando con indiferencia evidencias presuntas, acariciando los callos de un aburrimiento apacible, dando por sentada la existencia de un eterno retorno, episódico y rutinario, de un movimiento inmóvil, en definitiva, que Montevideo, digámoslo también, rara vez se molestó en desmentir.
No se vuelve, no, de manera que se trata de aceptar que Montevideo se fundó ayer, que no me estaba esperando con la cena pronta, que no hay, como dicen otros versos de la letra de Le Pera, ni “un dulce recuerdo” ni “pálidos reflejos”, y abrazar con entusiasmo a esa desconocida que me deja llegar.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 02.12.2019
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.
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