Por Rafael Mandressi ///
Giovanni Battista Pacichelli fue un jurista y teólogo romano del siglo XVII. Auditor general en la nunciatura apostólica de la ciudad de Colonia y más tarde agente del duque Ranuccio Farnese en el reino de Nápoles, Pacichelli fue un viajero contumaz, que recorrió Europa de las islas británicas a España, de Dinamarca y Suecia a Hungría y Polonia, de Austria y Alemania a Portugal y Francia. Tal vez haya sido esa movilidad, que lo llevó a ser repetidamente un extranjero en muchos lugares, la que condujo a este jurista a redactar y publicar, en 1675, un tratado sobre el derecho universal de la hospitalidad.
Un siglo antes de la publicación del libro de Pacichelli existían ya, en Europa, las “ciudades de hospitalidad”, ciudades de tolerancia que no solo estaban abiertas a la instalación de extranjeros, sino que estaban destinadas a atraerlos. Algunas de ellas, incluso, habían sido expresamente fundadas con ese propósito. La hospitalidad era un asunto de derecho, una institución, una práctica y, en ocasiones, una política.
Acogida, protección y abrigo, un derecho recíproco y por lo tanto también una obligación: de esa hospitalidad están hechos los hospitales y los hospicios, los hostales y, más tarde, cuando las sociedades se convirtieron en naciones, la hostilidad. El latín no deja mentir: la palabra hospes, que significa extranjero y huésped, contiene hostis: extranjero, huésped – sí –, pero además enemigo. Hostil. El que llega de afuera, de más allá de los muros, es sospechoso, cuando no peligroso. La hospitalidad deja de ser hospitalaria, se endurece, se ofrece en cuentagotas y, al fin, desaparece. A la hora de elegir, se elige a los propios; los ajenos, que por definición no son propios ni se aceptará nunca que lo sean, viajarán en segunda clase y se hará lo necesario para que sean los menos posibles: que no vengan o, si ya están entre nosotros, que se vayan.
Esas actitudes y sentimientos son la respiración primaria de la xenofobia, que combina, como buena fobia, el rechazo y el miedo – o, en su versión paroxística, el pánico y el odio. En los arroyos podridos y cada vez más caudalosos de la ultraderecha europea, las mentes calenturientas que teorizan los escupitajos contra la humanidad alógena suelen resumir el asunto con un lema que el Frente Nacional francés ha enarbolado desde siempre: preferencia nacional.
Forúnculos del Viejo continente, que parece regurgitar sin remedio sus fascismos irredentos. O, del otro lado del Atlántico, arrebatos porcinos en el salón oval, donde prosperan pulsiones de deportación y se promueve una albañilería de frontera que erija muros capaces de frenar a los indeseables. Cosas que vistas desde Uruguay parecían lejanas y que permitían darse el lujo de la desaprobación moral a dos pesos. Pues bien, ya no son lejanas. Probablemente no lo hayan sido nunca, en realidad, y lo único que hacía falta para verlas de cerca era, simplemente, que llegaran extranjeros.
Ocurre que han estado llegando, ocurre que hay una campaña electoral en curso, y ocurre que hay candidatos presidenciales para quienes esos extranjeros estarían siendo tratados como si fueran uruguayos, es decir demasiado bien. Concretamente, los señores Manini Ríos y Novick han tenido a bien internarse en la misma ciénaga antirrepublicana que la ultraderecha europea, la de la preferencia nacional. Dos candidatos tan solo, y uno de ellos, por añadidura, a la cabeza de un partidúnculo: puede parecer poca cosa, apenas un coágulo en el torrente sanguíneo de la democracia uruguaya.
Sea. Solo que la trombosis está a la vuelta de la esquina. En agosto pasado, la empresa Equipos consultores dio a conocer los resultados de un estudio de opinión pública según los cuales la preferencia nacional cuenta con muchos más adeptos que los votantes de este par de candidatos (*). De acuerdo con ese estudio, casi tres cuartas partes de la población (72 %, para ser exacto) considera que los uruguayos deben tener prioridad sobre los extranjeros en materia de trabajo. Cualquiera sea la zona geográfica, la edad, el nivel educativo o la intención de voto, esa opinión es mayoritaria, a veces de manera aplastante.
Como el Uruguay no hay, podrían decir, no sin envidia, la señora Le Pen, el señor Salvini y todos los demás bolicheros de la frustración que ofrecen, para apaciguarla, la cabeza de los extranjeros en sus mostradores de estaño. Hospitalidad hostil, hospitalidad ma non troppo, los de afuera son de palo, los aguantamos si no hay más remedio, no tengo nada contra ellos, pero si el pan no alcanza que coman galleta. Qué país generoso, este país de inmigrantes.
Addenda:
El Consejo directivo central de la Universidad de la República decidió, días pasados, “flexibilizar” los requisitos de ingreso para los migrantes. Flexibilizar, notable avance: no serán ya necesarios los tres años de residencia que se exigían desde 1986, cuando de hecho la Universidad cerró sus puertas a los estudiantes extranjeros salvo en casos excepcionales como, por ejemplo, ser uruguayo – sí, eso dice en su ordinal 2° la resolución de 1986 (**): una belleza. Entiéndase pues que durante más de treinta años una institución del Estado aplicó su propia versión de la preferencia nacional, que ahora “flexibiliza” – no elimina –, sin haber estampado en documento oficial alguno un atisbo siquiera de reflexión política de fondo al respecto.
Un último apunte: cierto es, como se ha observado, que hubo muchos temas ausentes en el paupérrimo debate presidencial del 1° de octubre, cuya realización a tantos llenó de algarabía. Una de esas ausencias, a pesar de haber dedicado un bloque a balbucear sobre el futuro, tan luego, fue precisamente el lugar de los extranjeros en la República, es decir, por grueso que parezca, la mismísima República, que la Constitución define, en su artículo 1°, como “la asociación política de todos los habitantes comprendidos dentro de su territorio”. Habitantes, que no nativos. Pero es un tema menor, al fin y al cabo, apenas vinculado con el tipo de comunidad que se quiere ser, mire si los candidatos a la presidencia van a detenerse en un asuntejo accesorio, algo tan nimio, en definitiva, que ni hubiera valido la pena tomarse el trabajo de verificar.
(**) http://www.universidad.edu.uy/renderPage/index/pageId/83
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 07.10.2019
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.
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