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Los Ojos de la Radio: El día que conocí a Don Frutos

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A mediados del siglo pasado la Catedral Metropolitana de Montevideo fue sometida a trabajos de restauración. El proyecto estuvo a cargo del arquitecto Rafael Ruano y consistió en llevar la fachada al proyecto posterior del arquitecto -y artista- Bernardo Poncini. Este último proponía un estilo neoclásico más acorde con los tiempos de entonces que el barroco del proyecto original.

Contó para la realización de su proyecto con la colaboración del escultor José Belloni, responsable de las imágenes incorporadas al frontón: la de la Virgen y la de los apóstoles San Felipe y Santiago -patronos de la ciudad- en lo alto de la fachada. No solo fue esa su colaboración porque también son de su autoría los ángeles que, en distintos puntos, engalanan la fachada.

El arquitecto Rafael Ruano contó además con la colaboración de una Comisión pro-templo que presidió Mario Artagaveytia y se encargó de una publicación de realizar una publicación donde se explicaba el proyecto.

Al final de ese trabajo, Ruano habla de una segunda etapa “imprescindible” sobre los muros y techos de la vieja estructura de la catedral, que luce grietas y desprendimientos, por donde entra el agua y la humedad.

Es a esta etapa a la que quiero referirme ya que en la anterior no había nacido.

Ante la inminencia del desmoronamiento de una cúpula esta segunda etapa comenzó apenas terminada la primera.

Desconozco en qué momento se decidió liberar los arbotantes que hoy vemos sobre la calle peatonal Sarandí, ésta fue una decisión muy discutida porque significó desalojar una vieja sastrería que era considerada patrimonio de la ciudad en evolución.

Sobre el final de esta etapa, el Prof. historiador e investigador Pivel Devoto, decidió corroborar los entierros del Brigadier Gral. Juan Antonio Lavalleja (1853) y Fructuoso Rivera (1854) en el viejo templo. La primera exhumación fue la de Lavalleja, a la que no asistí. Cuando tuvo lugar el de Rivera, mi madre -la profesora de historia Aurora Capillas- me llevó y este es el relato de lo que entonces vi, parada en un banco de la iglesia y vestida con mi uniforme escolar

Recuerdo a Pivel Devoto con un grupo pequeño de colaboradores inmediatos, entre los que se encontraba mi madre, en un templo a oscuras. De ese grupo que evoco no queda nadie vivo salvo yo y por eso quise escribir este texto para compartir con la audiencia de En Perspectiva, cuyo equipo integré durante tantos años.

No había ningún periodista presente y yo era una niña que aún no soñaba con serlo.

Recuerdo el techo apuntalado de la nave central y un silencio sepulcral.

Las obras estuvieron a cargo de funcionarios del ministerio de obras públicas.

En medio de ese panorama sentía el golpe del marrón primero en el muro de donde se había sacado ya, la lápida de hierro que recuerda a Rivera.

En determinado momento Pivel detuvo el trabajo sobre el muro y ordenó proseguir la búsqueda en el piso. Recuerdo claramente que, a los pocos minutos, cedió el contrapiso y los cascotes parecieron caer sobre madera.

Allí estaba el féretro de Rivera, mucho más chico de lo que habría imaginado y más pobre.

Se procedió entonces a abrir el cajón y me asomé para alcanzar a ver un montoncito de cenizas donde-supongo- estaría la cabeza. Un hueso largo, una suela y una charretera. Se colocó todo en una urna de latón y se devolvió al lugar de donde se había sacado el féretro.

Hoy el sitio está señalado con una baldosa de mármol blanco que difiere del resto del piso, sobre la nave lateral a la derecha de la entrada y al pie de la lápida de hierro, vuelta a su lugar, al lado de la de Joaquín Suárez, también enterrado en la Catedral.

Seguramente un informe más detallado de los hechos de ese día debe constar en la sección antecedentes del Museo Histórico Nacional, cuya sede está en la casa de Rivera.

Pero esta es mi visión con ojos de niña de aquel suceso y quería compartirla con ustedes. ¡Ojalá les haya gustado! Si es así, seguramente podré hacer nuevas crónicas.

Rosario Castellanos, periodista.

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