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En los últimos años, los principales índices globales —desde el crecimiento del PIB hasta la inversión tecnológica y la distribución de poder militar— muestran una tendencia clara: la sociedad internacional se enfrenta a una creciente desigualdad geopolítica. Mientras algunas regiones, en particular Asia, registran tasas de desarrollo económico y avances en innovación sin precedentes —con China, India y el sudeste asiático convirtiéndose en motores del comercio y la digitalización global—, otras zonas del mundo experimentan estancamiento, dependencia y vulnerabilidad estructural.
Esta asimetría se refleja también en la política internacional: el aumento del peso asiático reconfigura los equilibrios de poder frente a un Occidente que busca mantener su influencia, mientras las tensiones en torno a la seguridad energética, las cadenas de suministro y los sistemas de pagos internacionales muestran que no solo hay una brecha económica, sino también una fragmentación en la capacidad de decisión y en el acceso a recursos estratégicos.
Hablar hoy de desigualdad ya no implica únicamente la esfera social dentro de los Estados; significa reconocer que el orden mundial mismo se vuelve más desequilibrado, con ganadores y perdedores cada vez más visibles en la competencia por poder, influencia y desarrollo.









