
Nigeria es un país que, desde Uruguay o desde América Latina, solemos mirar de lejos. Pero deberíamos observarlo de cerca. Hablamos del país más poblado de África, con más de 230 millones de habitantes, una auténtica potencia demográfica cuya influencia crece año a año. Nigeria es, en sí misma, un continente en miniatura: conviven allí más de 250 grupos étnicos, decenas de lenguas, religiones diversas y tradiciones que van desde lo rural profundo hasta las mega urbes como Lagos, que ya supera los 20 millones de personas.
Esa enorme diversidad es una fuente de riqueza cultural, pero también de tensiones. Nigeria enfrenta desafíos estructurales muy serios: insurgencias armadas en distintas regiones, como Boko Haram en el noreste; conflictos entre pastores y agricultores en la franja central; y una inseguridad creciente alimentada por milicias, bandidaje rural y redes del crimen organizado. En el delta del Níger, la riqueza petrolera convive con conflictos por la distribución de recursos y contaminación ambiental.
A todo esto se suma un fenómeno clave para entender el impacto regional: la emigración nigeriana. Cada año, cientos de miles de jóvenes buscan alternativas fuera del país, empujados por la falta de empleo, la inseguridad y la presión demográfica. Nigeria se ha convertido en uno de los mayores polos migratorios hacia Europa, hacia Estados Unidos y hacia sus propios vecinos africanos.
Hoy vamos a intentar comprender qué pasa en Nigeria: cómo llegó a este punto, por qué es un actor central en la estabilidad de África Occidental y qué implicancias tiene su futuro para la dinámica migratoria y geopolítica mundial. Porque lo que ocurra en Nigeria —para bien o para mal— tendrá impacto mucho más allá de sus fronteras.









