Por Rafael Mandressi ///
El aborto, otra vez, volvió a la discusión pública en Uruguay. De seguro no será la última. En esta ocasión, el asunto regresó de la mano de una sentencia del Tribunal de lo contencioso administrativo, que anuló ocho incisos y un artículo del decreto reglamentario de la ley 18.987 de interrupción voluntaria del embarazo. El fallo del tribunal hizo así lugar, parcialmente, a una demanda de nulidad presentada en julio de 2013 por un conjunto de ginecólogos, que veían en el decreto reglamentario una restricción “ilegítima” del derecho a la objeción de conciencia de quienes rechazaren intervenir en la realización de un aborto.
Las 28 páginas del texto de la sentencia merecerían un análisis detenido, no solo en términos jurídicos. No es mi propósito, ni estoy en condiciones de hacerlo en cuanto a los aspectos técnicos. Constatemos simplemente el resultado: el desenlace del episodio ante la justicia administrativa añade dificultades a la hora de hacer efectiva una interrupción voluntaria de embarazo. Se trata, por lo tanto, de una victoria – parcial, pero victoria al fin – de quienes se han opuesto, más allá del decreto de marras, a la propia ley. Perdida la batalla legal, libraron y ganaron, en lo sustancial, la batalla reglamentaria.
Así las cosas, lo conveniente es ir al hueso del tema, esto es, la mentada objeción de conciencia en primer lugar, y, seguidamente, el contenido de esa conciencia que reivindica su derecho a objetar: qué objetan los objetores, por qué lo hacen y con qué argumentos.
Objeciones a la objeción
En cuanto a lo primero, puede sostenerse que el recurso de la objeción ampara la libertad de los individuos al permitirles exonerarse del cumplimiento de normas reñidas con sus propios principios fundamentales. Se consagra de ese modo la licitud de la ilegalidad, supeditando la universalidad de las normas al imperio de las convicciones subjetivas de las personas. Parece de recibo, según cierto sentido común que tal vez no repare lo suficiente en que ello implica una opción política de fondo: ¿quién gobierna, la ley o la “conciencia” de cada individuo? ¿Dónde reside la soberanía, en un cuerpo colectivo o diseminada en soberanías singulares que cada quien tiene derecho a ejercer para sí mismo por sí y ante sí?
Se dirá que estas preguntas extreman las cosas, aunque para comprender una lógica – la de la objeción de conciencia, en este caso – a menudo es aconsejable explorarla hasta sus últimas consecuencias. Se dirá también que en realidad se trata de una objeción bien temperada, referida únicamente a ciertos asuntos, y que la excepcionalidad que introduce no afecta la regla. Se añadirá, con razón, que la propia regla prevé la excepción: la ley de interrupción voluntaria del embarazo incluye, efectivamente, la objeción de conciencia en su artículo 11. No la define, sin embargo, con lo cual puede ser invocada sin abundar en su contenido (moral, filosófico, religioso u otro). Sí se establece explícitamente quiénes pueden acogerse a ella: “los médicos ginecólogos y el personal de salud”.
En síntesis: se limita la posibilidad de esgrimir una objeción de conciencia a determinados ciudadanos en función de su profesión, y al mismo tiempo se deja librada la definición de los motivos de la objeción a los propios objetores. Correspondería por lo menos explicar por qué se instaura ese doble privilegio. A falta de buenas explicaciones, solo cabe derogar el artículo 11 de la ley de interrupción voluntaria del embarazo y regular genéricamente la objeción de conciencia, de manera de establecer, con buenos fundamentos, quiénes y en qué circunstancias pueden ampararse en ella para verse eximidos de acatar lo que una ley mandata o veda. Se podrá entonces mantener ese derecho, ampliándolo a otros grupos de personas y a otras situaciones, o quizá suprimirlo por completo, ya que no va de suyo que sea conveniente ni justo.
La ciencia infusa
Pasemos al segundo aspecto, esto es, las convicciones que conducen a exigir que se permita ejercer la objeción de conciencia. No es descabellado suponer que se trata de las mismas convicciones en que se sustenta la posición de la gran mayoría de quienes rechazan la despenalización del aborto: la defensa de la vida como principio superior. Basta con repasar los sucesivos debates que ha habido sobre el tema para constatar que esa ha sido la ultima ratio antiabortista, el leitmotiv y principal estandarte de la oposición a que la interrupción voluntaria del embarazo dejase de ser punida.
A primera vista parece un fundamento sólido. Sin embargo, esa solidez se vuelve sospechosa cuando se busca fortalecerlo aún más echando mano a consideraciones de tipo científico. He ahí una primera debilidad, ya que la invocación de “la ciencia” cumple apenas el ingrato papel de argumento de autoridad. El mecanismo básico de esa clase de argumentos, que consiste en reforzar la validez de una opinión en función de las credenciales de quien la enuncia, obliga a verificar que esa correlación entre el contenido del argumento y la condición de quien lo emplea sea pertinente. En la medida en que el argumento científico ha estado, en el mejor de los casos, en boca de médicos y no de científicos, en este caso la correlación es débil.
Con ello no alcanza, empero, para desmontar el argumento de autoridad, ya que quienes lo utilizan ofician en realidad de vicarios, cuyo papel es vocear la buena nueva de la autoridad verdadera, la de la ciencia. El uso de la palabra “ciencia”, en singular, es de por sí muy elocuente. Si con ello se quiere designar un objeto unificado y homogéneo, es oportuno subrayar que tal cosa no existe, salvo en un espacio mítico que terminó de volar en pedazos allá por los años cincuenta. Existe sí un conjunto, históricamente variable, de disciplinas diferentes a las que se atribuye un carácter científico, pero no una ciencia granítica cuyos asertos desciendan desde el firmamento del saber con la potencia propia de lo definitivamente indiscutible.
Aunque el empleo del singular traduzca un cientificismo polvoriento, dista de ser inocuo. Arrastra un limo espeso de connotaciones asociadas a lo inapelable y no busca sino amedrentar. Es ciertamente un recurso pobre, munición gruesa, pero su efectividad no debe ser subestimada, a pesar de los sobrados ejemplos que existen sobre el peligro que encierra apelar al argumento científico para sustentar tesis sociales y políticas. El conocimiento científico solo puede aceptarse como argumento a la hora de dirimir asuntos científicos, nunca como una suerte de monoteísmo de sustitución sobre cuya verdad, única, universal y eterna, pueda o deba edificarse la organización normativa de las sociedades.
Una pieza elocuente del punto de vista opuesto es el texto del veto parcial interpuesto por Tabaré Vázquez a la ley de salud sexual y reproductiva en 2008. Allí se dice, entre otras cosas, que “La legislación no puede desconocer la existencia de vida humana en su etapa de gestación, tal como de manera evidente lo revela la ciencia”. Y se añade, a mayor abundamiento: “La biología ha evolucionado mucho. Descubrimientos revolucionarios, como la fecundación in vitro y el ADN con la secuenciación del genoma humano, dejan en evidencia que desde el momento de la concepción hay allí una vida humana nueva, un nuevo ser”. De modo tal que ciertas leyes, de acuerdo a estos enunciados, deberían ser poco más que ciencia aplicada. Poco importa la tosquedad de semejantes afirmaciones “científicas”, puesto que “la ciencia” no comparece sino a título coercitivo e intimidatorio. Nada sustancial aportan la presunta evolución de la biología, la fecundación in vitro o el ADN a la única afirmación relevante en la argumentación contra la despenalización del aborto y/o a favor de la objeción de conciencia: en un cigoto hay vida, incluso antes de su primera mitosis. La idea no deja de ser discutible en muchos planos, por cierto – no hay definición de lo viviente que, en última instancia, no sea convencional – pero el consenso que reina en torno a ella ofrece un buen pretexto para darla por buena y pasar a la siguiente región del debate.
La vida en juego
Admitido pues que hay vida desde el momento de la concepción, la pregunta que sigue, respecto de la interrupción del embarazo, es a qué conclusiones forzosas conduce esa premisa. Hay dos respuestas posibles. Si se adhiere al principio según el cual la vida es un derecho absoluto, el aborto debe ser prohibido de manera igualmente absoluta. Si, en cambio, el derecho a la vida no es concebido como un absoluto, nada impide considerar el principio de la autorización del aborto, al margen de las modalidades específicas de su puesta en práctica.
Huelga decir que así como es legítimo defender la vida, también lo es adoptar al respecto una actitud absolutista, que equivale a creer que la vida es un valor que debe ponerse por encima de cualquier otro, sin restricciones ni relativización de ningún tipo, cualesquiera sean las circunstancias. Este punto de vista se enfrenta no obstante a una dificultad fáctica, que depara a sus defensores, en honor a la coherencia, unos cuantos combates más: en Uruguay, como en tantos otros países, la vida no es un valor absoluto. Conocedores del derecho sostienen que el ordenamiento jurídico uruguayo protege más la propiedad que la vida. Bajo ciertas condiciones, en Uruguay se puede matar sin ser penado por ello – véase el código penal, Libro I, Título II, “De las circunstancias que eximen de pena”. Los policías están autorizados a dar muerte, los militares también, y la formación de estos dos grupos de funcionarios, que los prepara entre otras cosas para matar, se financia con impuestos que pagan los uruguayos.
El convencimiento acerca de la necesidad de proteger la vida parece así asumir una consistencia mayor en algunos casos que en otros. Todo indica que ciertas vidas merecerían más protección que otras, y los ciudadanos que han bramado su horror ante la despenalización del aborto y hoy adhieren a la objeción de conciencia de un grupo de ginecólogos, exhiben un ahínco menor a la hora de movilizarse para corregir otras situaciones en las que la vida está en entredicho.
En esas arenas movedizas por donde marcha la militancia pro-vida asoma un punto crucial, quizá el más significativo a la hora de identificar la propia naturaleza de esa militancia. La jerarquía de las vidas en juego es reveladora, en especial si el debate no se limita a la vida humana. Vida y vida humana no son la misma cosa, y es de presumir que la mayoría de los antiabortistas y objetores de conciencia no se privan de degustar trozos de cadáver de vaca debidamente asados y sazonados con chimichurri. Alguno habrá tenido ocasión, tal vez, de ultimar cucarachas y roedores o bajar pajaritos con una honda. A todas luces, la vida de esos y otros animales no es digna de ser defendida como la vida humana. Sin embargo, no hay argumento que justifique esa diferencia: vida es vida, caramba, desde el momento de la concepción, y un embrión humano vale, en tanto vida, lo que un embrión de merluza.
Pro-vida ad maiorem gloriam Dei
O no, mal que les pese a las merluzas. De hecho, sí hay un argumento que permite fundar la distinción entre la vida humana y el resto. Ese argumento se llama imagen y semejanza. De ahí proviene la creencia en una dignidad especial del ser humano, el trazado ideológico de una frontera radical que separa a esta clase de criaturas vivientes de las demás. Viejo antropocentrismo de cuño monoteísta que, en Uruguay, no todos los antiabortistas asumen abiertamente como el motor verdadero de su compromiso por la vida. Se entiende: desde un punto de vista táctico, es poco rendidor, y más vale hablar de “ciencia”. No obstante, el fondo del problema radica precisamente allí, en la pezuña de las religiones pulsando los botones de la guerra contra el aborto. No puede exigírsele al monoteísmo que defienda a todas las vidas por igual; la vida es asunto de dios: “mátenlos a todos, Dios reconocerá a los suyos”, dijo el legado papal Arnaud Amaury al dar la orden de asalto a la ciudad de Béziers, cuando se le preguntó cómo distinguir a los herejes cátaros de los demás en la cruzada de 1209.
El problema no es religioso, naturalmente, sino político. Una república como la Oriental del Uruguay, que se define como laica, debería pensar, procesar y resolver las maneras de organizar lo que atañe al conjunto de sus ciudadanos, la “cosa pública”, con independencia de las religiones y, llegado el caso, contra ellas. La objeción de conciencia, que permite camuflar una lealtad más acendrada hacia una religión que hacia la república, horada la laicidad y, en consecuencia, la propia república, ya que se le abre un espacio a “leyes” superiores a las del contrato entre ciudadanos.
La pregunta, una vez más, es quién gobierna. Diputados y ediles evangélicos dieron su respuesta hace pocos días, en una ceremonia de “consagración a cristianos en el gobierno”, comprometiéndose a respetar la Constitución y las leyes “siempre y cuando no contradigan la palabra de Dios”. Esta límpida profesión de fe teócrata tiene en la objeción de conciencia un lugar donde hacer su nido. A la inversa, al entregarle una porción de soberanía a las conciencias objetoras, el proyecto republicano de instituirse sin heteronomía ofrece un caballo de Troya. En su vientre, viaja la presunta ley de dios y, con ella, la inveterada pretensión de gobernar los cuerpos mediante dos viejos instrumentos de dominación como la culpa y el arrepentimiento.
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Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.
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Foto: Marcha por 18 de Julio contra el aborto y contra José Mujica, 23 de noviembre de 2009. Crédito: Javier Calvelo.
Las opiniones y datos presentados en este artículo son responsabilidad exclusiva del autor.