
EC —Estoy mirando los mensajes de la audiencia. Y tengo este de Luis, que dice: “Estoy escuchando la entrevista porque tenía el dial puesto en la radio, no la esperaba. Pero ¡gracias!, muy interesante. El hombre parece auténtico”.
ES —Sí, sí, de carne y hueso, vivo, acá de cuerpo presente. Gracias, Luis.
***
EC —Eduardo Sacheri nació en Argentina en 1967, es profesor de historia y escritor… ¿desde qué edad?
ES —Pongamos 26, 27 años. Hace poco más de 20, ahora tengo 48.
(Audio Me van a tener que disculpar)
Sí, me van a tener que disculpar. Yo sé que un hombre que pretende ser una persona de bien debe comportarse según ciertas normas, aceptar ciertos preceptos, adecuar su modo de ser a determinadas estipulaciones aceptadas por todos. Seamos más claros: si uno quiere ser un tipo coherente debe medir su conducta y la de sus semejantes siempre con la misma e idéntica vara. No puede hacer excepciones. Pues de lo contrario bastardea su juicio ético, su conciencia crítica, su criterio legítimo. Uno no puede andar por la vida reprobando a sus rivales y disculpando a sus amigos por el solo hecho de serlo. Tampoco soy tan ingenuo como para suponer que uno es capaz de sustraerse a sus afectos y a sus pasiones…
(Fin audio)
EC —¿Qué sentís cuando escuchas esta grabación?
ES —Nostalgia, ahí arrancó todo.
EC —Ahí arrancó todo. Es la voz del periodista Alejandro Apo, a fines de los años 90, leyendo en su programa de radio Continental (Todo con afecto) un cuento tuyo, Me van a tener que disculpar.
ES —El primero que leyó, exactamente. Porque para esa época yo empezaba a escribir algunos cuentos, algunos tenían que ver con fútbol, y mis amigos, mi mujer me insistían con que le llevara a la radio algunos cuentos a Alejandro Apo. La verdad, me parecía un exceso de confianza de su parte y confieso que casi por callarlos, “les voy a demostrar que están equivocados”, junté tres cuentos, me fui a la calle Rivadavia, donde estaba Continental, y los dejé en la recepción de la radio, con una carta dirigida a Apo diciendo: “Mirá, soy un oyente tuyo. Si alguna vez te sirve leer uno de estos cuentos, yo encantado”.
EC —No demoró demasiado en leerlo.
ES —No, una semanita y termino de dar clase en la universidad, prendo la radio y lo escucho leyendo la carta esa que acompañaba el cuento. Así que salí disparado a un teléfono público –año 96– y le avisé a mi mujer: “Poné un casete en el radiograbador y grabá esto, que en la vida no va a volver a pasar”.
EC —Un cuento muy especial, porque tiene toda esta introducción en la que el lector dice: “¿Qué está pasando acá? Este no me está contando nada”. Es una gran reflexión a propósito de ética, a propósito de tu vida, estás dándole la vuelta para terminar hablando de alguien que tampoco se nombra.
ES —No, pero cuando empezás a hablar del Mundial 86, del partido Argentina-Inglaterra y de un gol de pícaro y de un gol de artista, terminás sabiendo quién es. Y ese texto se llama Me va a tener que disculpar precisamente porque es lo que pienso yo de Maradona. No me considero uno de sus adoradores casi religiosos, porque hay un montón de cosas de Diego que no me gustan, pero me las callo. Públicamente me callo todo lo que no me guste de Diego, porque yo le debo la lealtad de ese partido, ese Mundial, y lo menos que puedo hacer, para pagar esa deuda, es callarme la boca. Que es lo que hago de verdad, todavía hoy –nunca imaginé que iba a tener tantas oportunidades públicas para sostener este principio– en Argentina me preguntan: “Che, ¿qué pensás de lo que dice Maradona?”.
EC —¿Alguna vez lo charlaste mano a mano con él?
ES —No. Es más, no lo conozco en persona, y creo que si me lo cruzara en un ascensor no le dirigiría la palabra, para no molestarlo. Debe ser muy difícil ser una persona sin intimidad en ningún lugar del mundo, ni en un ascensor, ni en un café, ni en un taxi, en ningún lado. Así que le regalaría 10 segundos de silencio, creo.
EC —Entonces esa grabación fue el comienzo, ahí Eduardo Sacheri pasó a existir como escritor públicamente.
ES —Y pasó lo que podía pasar con la radio: que después llamara algún oyente que no me debía nada, que no era ni mi mujer ni mis amigos, y dijera: “Uh, qué bueno ese texto, ¿de quién es?, ¿en qué libro está?”. Y que Apo dijera: “No, no está en ningún libro, es un Fulano que me lo dejó en la puerta de la radio”. Y me gustó esa mediación y ese anonimato. Entonces durante los tres años siguientes escribía dos o tres cuentos de fútbol, me tomaba el tren, me iba a la capital y los dejaba en la radio. Y no nos conocíamos con Apo en persona. Como tres años y 15 cuentos después nos conocimos con Alejandro. Claro, con la difusión radial, periódica, de esos cuentos, me fue mucho más fácil publicar mi primer libro, esa cosa tan difícil de hacer a mí me fue mucho más fácil. Entonces Esperándolo a Tito, que es mi primer libro de cuentos, son todos cuentos de fútbol y todos cuentos radiales antes de ser cuentos impresos. Es raro.
EC —Vamos a saltar del primer libro al último.
DQ —Vamos a La noche de la Usina, la novela con la que ganaste el Premio Alfaguara. En medio de una economía quebrada hay un exfutbolista, Perlassi, que se propone crear una cooperativa para guardar granos en una especie de silo. Sucede que viene la crisis de 2001, que le termina fraguando el proyecto, y él y su grupo de amigos deciden ajusticiar a esa especie de corralito y personas que están al medio y llevan una patriada, un acto justiciero. Pero además en esta novela volvés al pueblo O’Connor, que ya había estado en uno de tus trabajos anteriores, Araoz y la verdad. ¿Cómo fue ese regreso?
ES —Me había quedado con ganas. A veces las grandes decisiones literarias tienen motivos tan básicos como “pucha, estoy extrañando a esta gente y quiero volver”. Porque ahí en Araoz y la verdad estaba O’Connor, estaba este exjugador Fermín Perlassi, estaba un viejo con un rancho al borde de la laguna que es el viejo Medina, y una serie de personajes que aparecen en La noche de la Usina pero que aparecían en Araoz y la verdad. Y me gustó a esta crisis terrible que tuvimos los argentinos en 2000, 2001, 2002 además sumarle una estafa particular. Porque a estos tipos no solo les queda el dinero en el banco, sino que un comerciante de la zona junto con el gerente del banco los estafan justito antes del corralito, sacan del banco sus dólares –los de Perlassi y su grupo– justito antes del corralito. Y el que pudo hacer eso, que algunos hubo, se paró para toda la cosecha, porque un mes después tenía cuatro veces más dinero que antes. Así como los demás tuvimos la cuarta parte, estos tuvieron cuatro veces más. Ese es el disparador, en lugar de esta situación de impotencia que tuvimos casi todos, “¿Quién es el que me hizo esto?, ¿el Estado, los bancos, el ministro de Economía, De la Rúa que se fue en helicóptero, no sé?”. Estos tipos pueden decir, aparte de todo eso, “es Fortunato Manzi, que anda en una pickup cero kilómetro y se compró medio pueblo”. Ese es el inicio.
DQ —Dos opuestos muy definidos.
ES —Y de carne y hueso. No es lo mismo que tu antagonista sea el capitalismo mundial a que tu antagonista sea el que se está construyendo una estación de servicio nueva a la entrada del pueblo. Y si te enterás de dónde tiene guardada la plata, ahí se agrega una cosa que es una duda moral y de valentía y cobardía: ¿Y si voy y se la robo? ¿Me animo o no me animo? ¿Y si terminamos en cana? ¿Me animo o no me animo? Que de eso se trata el resto de La noche de la Usina.









