A continuación compartimos un texto de Ana Ribeiro publicado en el libro En Perspectiva. 25 años y más, que refleja lo que ocurría después de las tertulias de los viernes y que tenía como protagonista, entre otros, a Carlos Maggi.
Por Ana Ribeiro ///
Los viernes era el día. Luego de la tertulia, el bar de la esquina era escala obligada, una vez apagada la luz roja en el estudio, así como la posterior conversación con Emiliano, que nos acompañaba hasta la puerta misma de la radio y se demoraba en la vereda, conversando un rato de manera distendida. El café de la esquina de Mercedes y Rio Branco recibía a los contertulios, en mesa alegre, ruidosa, en la que continuaban discutiendo el tema del día, celebrando alguna frase, riéndose de alguna anécdota. Carmen Tornaría, José Claudio Williman, Mauricio Rosencof, por un tiempo Alberto Volonté, y el Pibe, invariablemente el Pibe Maggi. La galleguita risueña y atenta, con gesto apurado en complacer a las celebridades, atendía a todos, bajo la atenta mirada del padre y la madre, que supervisaban desde la barra. Fui de los visitantes que llegaba a saludarles, antes de sumarme al grupo de contertulios de forma “oficial”.
A aquella mesa se acercaba siempre algún escucha que por diversos motivos necesitaba hablar con Maggi o con Williman, o que quería pedirle a Rosencof que le firmara un libro. Ellos atendían en aquella mesa diminuta como si de un enorme escritorio de caoba, en estudio jurídico asociado, se tratara. Una vez vinieron dos adolescentes llenos de acné y sueños, a explicarles a Maggi el entusiasmo que sentían por la defensa que él hacía de la energía nuclear como una opción legítima y limpia. Sabían tanto del tema que nos dejaron a todos boquiabiertos. Estudiaban en una modesta UTU de un barrio periférico de Montevideo.
Otras veces venía Connie Hugues, a voz en cuello, siempre afónico y verborrágico, a pelear a favor o en contra, pero siempre en pie de entusiasmo, siempre en debate, siempre eufórico. Electrizaba el bar con sus frases y luego regresaba, apurado, hacia la tarea que había interrumpido, sólo para venir a opinar. Vi pasar por esa mesa a diputados, a diversos autores de libros, a gente que ofrecía ideas, o documentos supuestamente explosivos, o temas para sucesivas tertulias. Ellos atendían a todos con solicitud, derrochando tiempo y paciencia.
Luego, llegaba la hora de la retirada. Todos eran invitados al siguiente destino, pero salvo raras veces, los que pasábamos a la segunda etapa éramos Maggi, Williman y yo. Nos íbamos a almorzar a un restaurante sobre la calle San José, en el que nos reservaban una buena mesa porque nos sabían fieles de viernes. Allí se repetían los saludos, los comentarios a tal afirmación, o tal otro suceso. Ellos entraban al restaurante como divos de ópera. La potente voz de Williman llenaba el lugar y obligaba a algún comensal distraído a girar la cabeza para buscar la caja de resonancia de semejante timbre sonoro. Si algo lo hacía reír, aquella carcajada contagiaba a todos: era estentórea.
Invariablemente Maggi y yo tomábamos agua mineral sin gas y Williman una jarrita de vino tinto. “Claudito” y “Carlitos”, la forma en que se nombraban mutuamente, era un trato que se dispensaban todo el tiempo, mientras la jarra se iba vaciando y los platos eran saqueados por un voraz Williman.
También invariablemente, con una precisión digna de reloj suizo, a la una y media de la tarde, Williman se dormía sentado en la mesa. En medio de una frase, antes o después del postre, aún enfervorizado por el tema de la tertulia o ya distendido, hablando de tantos y tantos hechos de la historia del país que ambos habían compartido, o visto desde diferentes ópticas y lugares. No importaba: a la una y media la nuca de Williman se inclinaba y sus párpados caían. Maggi y yo corroborábamos la misteriosa puntualidad del sopor que lo derrotaba de manera tan fulminante, sonreíamos y lo dejábamos dormir unos 15 minutos.
Pasados los cuales Maggi le decía, tocándole el brazo: “Claudito, es hora de irnos.” La respuesta también era idéntica: “Cierto, a las dos debo estar en casa.” Lo que variaba era la frase siguiente, pues siempre tenía que ver con la tertulia de ese día, aunque como tema de conversación se hubiera cerrado antes del postre, él despertaba de su corta siesta con la idea fija de algo que le había quedado pendiente decir. Aún con los ojos somnolientos se subía al taxi, luego de atravesar el bar saludando a diestra y siniestra porque ambos, Maggi y él, recogían cada viernes los ecos de una permanencia y gestión cultural de décadas, que cada tertulia avivaba y reafirmaba. Yo sabía, cada vez, que había vivido una jornada para el recuerdo".
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Publicado originalmente en el libro En Perspectiva. 25 años y más (Aguilar, 2011)