Suciedad, cuidacoches abusivos y ratas grandes "como un conejo" fueron algunos de los obstáculos encontrados por un oyente que quiso llevar a su hijo de tres años a las calesitas del Parque Rodó. En esta carta que recibimos y publicamos cuenta los detalles de su experiencia.
Hitos de un intento de andar en calesita en 21 de Setiembre y Br. Artigas (zona marginal, si las hay…).
Sin lugar para estacionar cerca, me alejo un poco por Br. Artigas hacia el sur. Mientras estaciono atendiendo el tránsito, mi hijo (de 3 años y 10 meses) me dice “¡Alguien dejó abandonado un saco!”. Miro hacia la vereda y el “saco” no era otra cosa que los restos de una madriguera de pichis. Basura, cáscaras de huevo, trapos, pedazos de cosas, inmundicias diversas y restos de fogata delatan la presencia de un campamento semipermanente. En eso que junto las cosas y me apronto para bajar por el lado de la calle, para no desembarcar en la vereda infecta, el niño me dice: “¡Papá, un ratón, un ratón!”. El ratón, por supuesto, era una rata grande como un conejo, que se paseaba tranquilamente entre los matorrales.
Pleno mediodía de un domingo de diciembre, todos los juegos cerrados, excepto una calesita modelo 1955, donde cobran $ 50 (sin ticket ni boleta) por una vuelta de tres minutos.
Luego de una vuelta por la zona, esquivando pichis borrachos que se gritan groserías en algún lenguaje subhumano, nos subimos al auto, soportando las puteadas de un enésimo pichi, surgido de la nada, enfurecido porque salgo sin siquiera mirarlo y se tiene que correr para que no lo atropelle mientras hace innecesarios aspavientos, como si fuera indispensable su asistencia para apartar el coche de la vereda. Precioso.
Esta historia se repite en cualquier parque público de cualquier barrio montevideano (he recorrido unos cuantos desde que nació mi hijo). Una vez tuve que levantar del suelo a una pobre vieja mendiga que se había caído delante nuestro (Plaza 1° de Mayo), venciendo el asco debido al deplorable estado de la pobre mujer, al mismo tiempo que mantenía al niño a prudente distancia pero sin que se me escapara para la calle. Mientras tanto, varios vagos que había por ahí nos miraban con sorna sin moverse de sus sitios.
En el edificio donde vivimos hay un patio grande con césped, y generalmente jugamos allí, pero eso es una especie de isla, no refleja la realidad de la mayoría de los ciudadanos. ¿Por qué no podemos disfrutar de los espacios públicos sin el acoso constante, sin transitar entre inmundicias y olores ofensivos, sin la sensación de riesgo permanente, sin ver espectáculos degradantes?
Germán Gavagnin
Vía correo electrónico
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