Entre la audiencia, un sábado sin fútbol removió los recuerdos de Luis.
Eran las 20:47 de aquel jueves 28 de abril de 1988. Sonó el timbre de la puerta de casa. “Es tu padre”, anunció mi madre desde la cocina, con cierto grado de fastidio porque conocía mi ansiosa espera.
Mi viejo, que volvía raudo de laburar, no venía solo. Lo acompañaba “el Nenito” Toledo. “El Nenito” era un personaje divino, empresario de la frontera, con olor a guaraná y nafta brasilera, que lucía sin excepción un gorrito enrejado de visera del Gremio y una corta y pícara sonrisa. Era cliente de mi padre, él lo conocía pues había sido amigo de su propio padre, fallecido catorce años antes de aquel día, en los primeros pasos de sus vidas adultas en el pueblo, pasos de los que sé muy poco hasta hoy.
Besó amorosamente a mi madre, dejó el saco, tomó la campera y se calzó una boina, todo en un mismo movimiento ágil. Sabiendo que sí, me preguntó “¿Está pronto?”, me abrazó suavemente por los hombros y con ese impulso salimos los tres.
Aquel Nacional era el anuncio del que sería campeón de América más tarde, en ese mismo año. Ese día, por la Supercopa, apabulló al Flamengo tres a cero, con dos goles de Sergio “Pitufo” Olivera, un puntero veloz y morrudo, y uno de Yubert Lemos, un ocho lento, algo excedido de peso, pero mágico y con un cañón en la diestra que ya no se ve en nuestro fútbol. Era la primera vez que los veía, gladiadores y legendarios, pues las transmisiones en vivo de los partidos eran esporádicas e inciertas hasta el último minuto. La blusa alba lucía satinada e inalcanzable aquella noche, aunque la mía de algodón y con el número once pintado a mano, no le iba en zaga. Las originales aún casi no se comercializaban.
En los tres goles nos abrazamos afectuosamente papá, “el Nenito” y yo, y probablemente mi papá sintió el abrazo del suyo también esa noche.
Nadie me lo explicó, pero ese día me fue revelado, y con mis nueve años de algún modo lo entendí: el fútbol no era solo un deporte, no era la pasión desaforada por un club, no era poseer la última camiseta original; era el hondo vínculo con mi padre y con su padre, con su historia y con algo que no conocía, pero percibía. Era la pala que cavaba más hondo en ese vínculo de pocas palabras. Era el momento en donde se desataba todo aquello.
Hoy en día sigo yendo a ver a Nacional, veo las incontables transmisiones en vivo, tengo solo dos camisetas originales por mero autocontrol, comento los partidos con mi padre y mis amigos por “whatsapp”; todo es más espectacular, inmediato, cercano y accesible.
Pero sospecho que el fútbol ha perdido aquella honda dimensión. Y extraño eso.
Luis Fleitas de León
Vía correo electrónico
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