Recibimos el siguiente mensaje de un oyente sobre que reflexiona sobre la experiencia diaria de viajar en ómnibus que cargan pasaje por encima de su capacidad y las reacciones que genera.
Les relato uno de mis viajes de Montevideo a Atlántida, intentando aportar sobre qué es lo que ocurre a diario, ahora que según he leído se van a realizar encuestas sobre el tema. Lo que narro aquí refiere al martes 3 de mayo en el directo Copsa 711 a Costa Azul, servicio 17:50, tomado en Francisco Simón a las 18:15, con descenso en Atlántida a las 19:09, pero no difiere demasiado de lo que ocurre todos los días.
El ómnibus ya iba lleno cuando subí, porque me corrí al fondo todo lo posible y eso resultó ser apenas un par de pasos tras el conductor, en el pasillo de 50 o quizás 60 cm en el que se debe viajar en doble fila. Allí resulta imposible moverse y uno debe viajar prácticamente la hora completa sin mover o girar los pies: ellos adoptan una posición y allí quedan, porque moverlos en exceso implicaría pisar a quien tenemos atrás, a nuestro costado, o patear a quien viaja sentado en los asientos de los que sobresalen al pasillo brazos, pies, y muchas veces incluso hombros y espaldas.
Siendo un directo, en los hechos el mejor y más rápido servicio que puede ofrecer Copsa, las paradas siguientes fueron Comercio, Hipólito Irigoyen y Av. Bolivia. En la primera el coche se detuvo y hubo que seguir aplastándose, ya que había gente para subir. El chofer se quejaba que no podía ver el espejo y que una señora no tenía una monedita de $ 1, mientras en medio del atolladero una señora repetía que alguien la pisaba y se le caía encima.
Al llegar a Hipólito Irigoyen, para sorpresa de todos, volvimos a detenernos y el chofer dijo: "Si no se corren no me muevo, hay gente para subir y todavía queda una parada más". Las señoras, que son las que hablan en estos casos, respondieron: "Pagamos una fortuna y viajamos como ganado, ¿a dónde querés que nos corramos?, ¡siempre lo mismo con ustedes!". "Y encima nadie abre una ventana", decía otra que hablaba por celular, y ya le había dicho a mis oídos que venía del médico, que le había ido bien, pero que tenía que hacerse una ecografía abdominal.
"¡Pongan otro ómnibus!", gritó otra desde el medio del pasillo, mientras una más se quejaba de los pasajeros que van a Pinamar o Neptunia y ocupan el lugar de los que viajan realmente lejos, y todo porque la empresa no quiere sacar esas paradas. Se demostraría un rato después que ese no era el problema de fondo, porque allí no bajaron más de seis o siete personas, cantidad poco relevante para las al menos 70 que estábamos levantados desde las 5.30 o 6 de la mañana y ahora debíamos digerir la amarga medicina diaria.
El chofer se tragó la amenaza y tuvo que moverse, sin que nadie, más que un muchacho, siguiera enlatándose y se metiera entre una señora que iba aferrada al fierro de su habitáculo imaginario y mis brazos tiesos que se agarraban del pasamanos y sujetaban a la vez la mochila, que ya se había caído una vez del guardabultos insuficiente sobre mi cabeza desprevenida.
Alguna vez he escuchado que esos ómnibus eran para chinos, porque todos sus espacios eran estrechos, y alguien había respondido que el problema no era ese, sino que acá viajábamos demasiados porque más que el servicio interesa meter gente como vacas. El chofer refrendó ese pensamiento y volvió a parar en Av. Bolivia, última parada hasta Pinamar, adonde llegaríamos al menos media hora más tarde.
Fue entonces que entró en acción el inspector, pidiendo "un pasito más, al fondo que hay lugar, un esfuercito por gentileza". "¿Te pago el boleto y subo por atrás?", preguntó alguien jadeante que no quería seguir esperando una opción que bien podía ser peor. "No, no", dijo el chofer, y hubo que seguir empujándose, con el hombre todavía bramando por no poder ver el espejo.
"Arriba que cierro", dijo tras informar al inspector que había salido con 40, pero que después se había complicado, "y cerrá nomás", respondió el último valiente. Una señora chateaba en el asiento a mi frente, mientras otra intentaba dormir. Miré hacia atrás y vi algunas personas durmiendo y varias, como yo, con auriculares en los oídos.
Al fondo una niña de unos 6 años iba en la falda de su madre. Entre la escalera y los primeros asientos iban al menos diez personas. Me preguntaba qué ocurriría si hubiera un accidente, no solo para ellos, que harían de amortiguador, sino para todos los demás que no teníamos posibilidad física de movernos en condiciones normales, mucho menos ante la eventualidad de una desgracia. ¿Nadie controla esto? ¿Y el Ministerio de Transporte? ¿Y las intendencias? ¿Tienen idea los intendentes metropolitanos que así se viaja en un servicio selecto, directo, con mínimo de $ 71? ¿Tienen idea de qué se habla cuando repiten en las radios que hay que mejorar el transporte metropolitano?
Alguien habló de que ahora no está Raincoop y pensé que siempre hay motivos para agravar la crisis, que es eterna: Paros sorpresivos por asambleas, vísperas de feriados, lluvias con calles inundadas, calor con motores que no resisten, Semana Santa con servicios de sábados, frío, trasbordos por roturas, embotellamientos, bloqueos de vecinos descontentos en cualquier lugar del camino, peajes, atrasos inherentes al sistema, etc, etc, etc.
Pensé también que hay un error cuando se dice que viajamos como ganado. Según he oído a las vacas les cuidan el estrés, que no se golpeen, machuquen, incluso sufran en el momento del cadalso, mientras nosotros andamos a los codazos, tirándonos arriba de los que viajan sentados cuando nos piden para pasar y acercarse a la puerta para descender.
¿Se imaginan en ese cuadro tener que hacer lugar para que alguien pase por donde la física lo resiste? Es entonces que se suceden empujones, aprietes, miradas enojadas a quien como nosotros vuelve de trabajar y desesperado por bajar nos pisa, codea, patea, nos mete la cartera en la cara o la mochila en la cabeza. Así es la vida.
Sí, sé que si pienso en el pueblo en que vivo veré que se han hecho cosas: ciclovías, iluminación, lomos de burro, nuevos servicios de ómnibus, pavimentos. Mucho para quien nunca había recibido nada. Pero de la locura del retorno no nos salva nadie. Es el momento de la verdad, en que el sistema se pone a prueba y los que generamos PBI empujando al país tan solo queremos llegar a casa para estar con nuestros hijos, aunque sabiendo que para eso debamos resistir la prueba final.
La opción es tomar un servicio común que en vez de una hora demore dos, y tal vez implique ir parado lo mismo. O salir antes del trabajo y tomar el Cutcsa, mejorando levemente. Pero a veces no se puede. Las señoras se siguen quejando, en ese panorama en que efectivamente no hay ni una ventana abierta y la gripe y sus amigos ya deben andar buscando de dónde prenderse.
Apenas comenzado el viaje hemos hecho magia para sacarnos la campera, “manoteando” a quien tenemos a los costados, atrás, adelante, y apoyándonos sobre ellos, para no desequilibrarnos. Finalmente llega el momento del descenso, en que es uno quien golpea con su mochila, pisa moviendo los pies a ciegas, taconea alguna canilla de alguna señora endeble, pide "permiso y disculpas, permiso, disculpas, gracias, permiso". El ansiado momento del descenso termina con dificultad, ya que a esa altura descubriremos que las piernas están dormidas, y doblarlas es una tarea compleja. Llevará unos minutos recomponerse, aún bajo el cielo amable de la costa.
Diego Vitacca
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Foto: Unidades de transporte colectivo Copsa en la terminal de Río Branco. Crédito: Pablo Vignali/adhoc Fotos.