
Hay palabras que inhiben la discusión de un portazo, como “fascista” y sus variantes. Se habló de estas palabras en una entrevista en el programa “Hijos de punta” hace unos días, y no voy a abundar.
Hay otras palabras que también inhiben la discusión, pero lo hacen silenciosamente, incluso lateralmente. La capacidad que tienen estas palabras de clausurar discusiones –y digo “clausurar”, ya no “inhibir”– proviene de la postulación de áreas donde, justamente, no se discute. Me refiero, por ejemplo, al adjetivo “natural”, pero está lejos de ser el único.
No estoy hablando de la naturaleza, sea lo que sea: los atardeceres, la brisa en la cara, el campo… –ni idea de eso–, sino de la categoría, del concepto ‘natural’, que es histórico, o sea, cultural, porque no clasifica los mismos objetos, las mismas circunstancias, ni los mismos acontecimientos en diferentes culturas, ni en una misma cultura en diferentes épocas. No sabemos cómo es el mundo, sabemos cómo lo describimos, y terminamos creyendo que es como lo describimos.
El adjetivo “natural” mantiene un vínculo muy cercano con el verbo “nacer”. La sucesión es la siguiente: el verbo latino “nasci” (la “c” suena siempre “k” en latín clásico) y su derivado “natus”, que en español son “nacer” y “nacido”; de “natus” deriva el sustantivo “natura”, que en español cayó en desuso, de “natura” deriva el adjetivo “natural”, y de este, “naturaleza”, que suplió a “natura” (nasci > natus > natura > natural > naturaleza). Aquello que es “natural” es “de nacimiento”, entonces, ¿qué argumentos hay para discutir algo que viene desde el nacimiento?
Por otra parte, “natural” mantiene otro vínculo, muy diferente, con la palabra “cultural”. En el fondo de esta palabra está el verbo latino “colere” (acentuado en la “o”), que traducimos como ‘habitar (un territorio)’ y ‘cuidar, cultivar (el territorio habitado)’. “Colere” presenta también el derivado “cultus” (similar a “natus”), de “cultus” deriva “cultura”, que no cayó en desuso, y por último, “cultural” (colere > cultus > cultura > cultural). “Natura” y “cultura” se definen a través de una relación de oposición y de exclusión que se dice que mantienen entre sí, relación que no es previsible ni necesaria, que no es natural, sino que es una construcción que recurre a esas categorías para ordenar el mundo: lo que es natural tiene tales características, por ejemplo la necesidad y la indiscutibilidad, y lo que es cultural tiene tales otras características, por ejemplo la singularidad y la contingencia. Sospecho, en cambio, que natura y cultura mantienen una relación de inclusión: natura es una forma de cultura, ya que es palabra, concepto, es decir, una construcción cultural. Sospecho que tras la máscara del misterio no hay nada.
No es extraña la adjudicación de la característica “natural” a objetos, circunstancias o acontecimientos culturales: se dice que las leyes del mercado, por ejemplo, son naturales. Y una vez que se establece, que se naturaliza (podrá demorar años, el mercado no tiene apuro), esas leyes ya no se discuten, quedan bajo la protección de la naturaleza. A esto me refiero cuando digo que esta palabra clausura discusiones: hace desaparecer el desacuerdo. Es flagrante la conveniencia política de esta capacidad clausuratoria. Es mucho más sutil, mucho más efectiva que “fascista”, y por lo tanto mucho más perjudicial para la discutibilidad.
Bajo la palabra “natural” se ampara un área de no discusión, una zona “dialéctica free”, que ha sido ocupada, a lo largo de la historia y de las geografías, por diferentes construcciones culturales. Se vuelve indiscutible todo aquello a lo que se le adjudica la condición de “natural” y en los casos en los cuales esta condición cuaja en los discursos, se recibe y se pronuncia, se acepta acríticamente. Puse el ejemplo de las leyes del mercado, pero se puede escuchar también que el egoísmo es natural, y el afán de lucro, y la desigualdad: puras construcciones culturales, lingüísticas, ideológicas. Las formulaciones que discuten la desigualdad y la preeminencia del mercado son ideológicas y por lo tanto discutibles; en cambio las formulaciones que las consagran no son ideológicas sino naturales. Pero claro que así no se puede discutir. Cuando se acepta la naturalidad de todas estas construcciones ideológicas, ya no es posible el diálogo acerca de ellas, a lo sumo será un monólogo a dos voces. Y planteo la discusión acerca de “natural” hoy, después de la Ilustración, porque si estuviera redactando estas líneas durante el Antiguo Régimen, las palabras a discutir serían “divino” y “sagrado”, bajo las cuales, en aquella época, se amparaba aquella misma zona “dialéctica free”.
El poder se aloja en lo que no se discute, escribió Foucault. Todo lo que puede ser discutido, o no discutido en caso de que se lo considere natural, son discursos, ya que la discusión sucede a través de palabras.
La discutibilidad o no de un discurso depende de la mayor o menor relación que se postule que mantiene con el mundo: cuanto mayor sea la capacidad de reflejar el mundo que se le asigne a un discurso, menos discutible será, y si, llegado el caso, accediéramos a un discurso que mantuviera una relación perfectamente unívoca y transparente con el mundo, ese discurso sería, sencillamente, indiscutible y, por lo tanto, perfectamente funcional al poder.
Dice Borges en su conferencia “La poesía”, la quinta del libro “Siete noches”:
“Se supone que la prosa está más cerca de la realidad que la poesía. Entiendo que es un error. Hay un concepto que se atribuye al cuentista Horacio Quiroga, en el que dice que si un viento frío sopla del lado del río, hay que escribir simplemente: un viento frío sopla del lado del río. Quiroga, si es que dijo esto, parece haber olvidado que esa construcción es algo tan lejano de la realidad como el viento frío que sopla del lado del río. ¿Qué percepción tenemos? Sentimos el aire que se mueve, lo llamamos viento; sentimos que ese viento viene de cierto rumbo, del lado del río. Y con todo esto formamos algo tan complejo como un poema de Góngora o como una sentencia de Joyce. Volvamos a la frase “el viento que sopla del lado del río”. Creamos un sujeto: viento; un verbo: que sopla; en una circunstancia real: del lado del río. Todo esto está lejos de la realidad; la realidad es algo más simple. Esa frase aparentemente prosaica, deliberadamente prosaica y común elegida por Quiroga es una frase complicada, es una estructura.”
El mundo y los acontecimientos son infinitos y continuos, mientras que las palabras son discontinuas y finitas. Las palabras nos permiten segmentar el mundo para tratar de nombrarlo y así poder pensarlo, y solo podemos pensar el mundo que las palabras nos permiten nombrar. Usamos tal palabra para nombrar al viento, otra para decir que sopla, otras más para el lugar de donde viene, mientras que en la realidad todo eso es un único acontecimiento del que, además, se pueden mencionar muchas otras circunstancias (la luz del sol, los sonidos, un ámbito rural o urbano…) que Quiroga decide dejar de lado. Entes y acontecimientos infinitos y continuos que intentamos nombrar con palabras discontinuas y finitas. Las palabras van una atrás de la otra y en un orden determinado, mientras que el mundo se presenta a la percepción todo al mismo tiempo. El discurso le impone su orden al mundo, y traducimos las cosas y los hechos en una sucesión de palabras. Accedemos, entonces, a una versión discontinua y ordenada del mundo único y simultáneo, a una versión discursiva del mundo, a una versión del mundo. Nietzsche había escrito que no hay hechos sino interpretaciones. “Mientras”, “al mismo tiempo”, “durante” pretenden emparejar el orden de las palabras y la simultaneidad del mundo, y de paso destacan esa misma distancia entre el orden y la simultaneidad. Esa distancia, esa no correspondencia entre las palabras y las cosas constituye el espacio para la interpretación, que, por lo tanto, no es posible sino inevitable.
¿Cómo se logra, ya que no en sentido propio como razona Borges, la ilusión al menos de una relación perfectamente unívoca y transparente entre un discurso y el mundo, volviendo indiscutible, de paso, ese discurso? La naturaleza, o mejor dicho, la naturalización es una respuesta posible para esta pregunta. El adjetivo “natural” aporta un prestigio secular que trae tanto del verbo “nacer” como de las ciencias naturales. La naturaleza en cuanto criterio de clasificación, en cuanto construcción cultural, es bastante regresiva, inercial, al menos, cuando su objeto son otras construcciones culturales. Se clasifica como “natural” lo que no se quiere discutir, lo que se quiere inmovilizar.
Y efectivamente hay discursos de los cuales se dice que mantienen una relación unívoca con el mundo, y se les adjudican, consecuentemente, tanto la condición de indiscutibles como la de estar al margen de la interpretabilidad. Sin embargo, discursos al fin y al cabo, no tienen más remedio que errar el blanco, no tienen más remedio que ser literatura, como bien sabe Ptolomeo. A pesar de todos los esfuerzos, estos discursos tienen historia, es decir, un día son discutidos –a todos les llega su Galileo–, se vuelve difusa su referencialidad, y se los considera literarios, lo que siempre fueron. En el reino de Francia, por ejemplo, solía extenderse uno que decía que la legitimidad del poder de los reyes provenía no sé de dónde; la revolución discutió semejante hipótesis a través de diferentes argumentos.
Al cabo, hay una pregunta perfectamente procedente: ¿de dónde proviene semejante rechazo a la discusión?









